Hacia una literatura sin adjetivos
El arte no tiene sentido si no considera
que se dirige a una sociedad de la que
su discurso se alimenta.
Griselda Gambaro
He tomado como referente para mis reflexiones de hoy, como bien puede ya anunciarlo el título, aquel texto que Juan José Saer tituló Una literatura sin atributos, porque algunos de sus puntos me hicieron pensar en la relación siempre inquietante para mí entre la literatura para niños y la literatura a secas.
1. ¿Para qué sirve la ficción?
¿Para qué sirve la ficción? ¿Tiene alguna utilidad, alguna funcionalidad en la formación de una persona, en nuestro caso de un niño, es decir justamente de una persona en formación? Vamos los hombres y mujeres al diccionario para saber acerca de las palabras y a los libros de ciencia para saber de ciencia y a los diarios y periódicos para leer las noticias de último momento y a las carteleras de cine para saber qué películas pasan. Pero, ¿a qué sitio vamos para saber acerca de nosotros mismos? Los lectores vamos a la ficción para intentar comprendernos, para conocer algo más acerca de nuestras contradicciones, miserias y grandezas, es decir, acerca de lo más profundamente humano. Es por esa razón, creo yo, que el relato de ficción sigue existiendo como producto de la cultura, porque viene a decirnos acerca de nosotros de un modo que aún no pueden decir las ciencias ni las estadísticas. Un relato es un viaje que nos remite al territorio de otro o de otros, una manera entonces de expandir los límites de nuestra experiencia, accediendo a un fragmento de mundo que no es el nuestro. Refleja una necesidad muy humana: la de no contentarnos con vivir una sola vida y por eso el deseo de suspender cada tanto el monocorde transcurso de la propia existencia para acceder a otras vidas y mundos posibles, lo que produce por una parte cierto descanso ante la fatiga de vivir y por la otra el acceso a sutiles aspectos de lo humano que tal vez hasta entonces nos habían sido ajenos. Así, las ficciones que leemos son construcción de mundos, instalación de “otro tiempo” y de “otro espacio” en “este tiempo y este espacio” en que vivimos. Un relato de ficción es por lo tanto un artificio, algo por su misma esencia liberado de su condición utilitaria, un texto en el que las palabras hacen otra cosa, han dejado de ser funcionales, como han dejado de serlo los gestos en el teatro, las imágenes en el cine, los sonidos en la música, para buscar a través de esa construcción algo que no existía, un objeto autónomo que se agrega a lo real. La ficción, cuya virtualidad es la vida, es un artificio cuya lectura o escucha interrumpe nuestras vidas y nos obliga a percibir otras vidas que ya han sido, que son pasado, puesto que se narran. Palabra que llega por lo que dice, pero también por lo que no dice, por lo que nos dice y por lo que dice de nosotros, todo lo cual facilita el camino hacia el asombro, la conmoción, el descubrimiento de lo humano particular, mundos imaginarios que dejan surgir lo que cada uno trae como texto interior y permiten compartir los texto/mundos personales con los texto/mundos de los otros. Posibilidad de hacer un impasse, de sortear por un momento la pesada flecha de lo real que indefectiblemente nos atraviesa, para imaginar otros derroteros humanos.
2. Una mirada sobre el mundo
La obra de un escritor no puede definirse por sus intenciones sino por sus resultados. Si algo tienen en común los buenos escritores de todos los tiempos es justamente que tienen poco en común unos con otros, incluso a veces se diferencian fuertemente o se oponen francamente unos a otros. Aparece entonces una primera certeza: un buen escritor es un escritor diferente a otros escritores. Alguien que por la esencia misma de lo que hace, atenta contra la uniformidad que tiende a imponerse, se resiste por así decirlo, a lo global; alguien preocupado en perseguir una imagen del mundo y construir con ella una obra que pretende universalizar su experiencia. Mirando entonces lo más privado y personal es como un escritor puede volverse universal, ése es el sentido que tienen las conocidas palabras de Tolstoi: pinta tu aldea y pintarás el mundo. La creación nace entonces de lo particular, cualquiera sea la particularidad que como ser humano le quepa a quien escribe, y es la focalización de lo pequeño lo que permite por la vía de lo metafórico inferir el ancho mundo, mirando mucho de poco, como quiere el precepto clásico. Así, buscando una forma inteligible y altamente condensada para las imágenes que persigue, un escritor pone al desnudo, desnudándose a sí mismo, aspectos insospechados de la condición humana.
3. Un buen escritor se niega a escribir a demanda
Un buen escritor se resiste a escribir bajo dogmas estéticos y/o políticos y por supuesto se niega a escribir a demanda de las tendencias de mercado y las modas de lectura, porque funda su estética a partir de la puesta en cuestión de ciertos dogmas y porque escribe no para demostrar ciertas verdades sino para buscarlas en el proceso de escritura que es en sí mismo un camino de conocimiento. Un escritor que se precie rechazará a priori toda determinación para ir en busca de algo más valioso: el camino de exploración que la escritura de una obra propone, camino provocado y a la vez productor de aquella mirada personal sobre el mundo de la que hablábamos que, por medio de una forma estética que la contenga, es lo único que puede acercar quien escribe a sus lectores. Esto es válido para todos los escritores, cualquiera sea el género que transiten y cualquiera sea su mirada sobre el mundo. Es justamente por eso que el trabajo de un escritor no puede definirse de antemano, porque el pensamiento se modifica en el proceso mismo de escritura que es siempre incierto, hecho de sucesivas decisiones que se toman a medida que se escribe. De modo entonces que para escribir hace falta tener una gran disponibilidad para la incertidumbre y para el cuestionamiento de los propios atributos y condiciones.
4. Rentabilidad y calidad
La lectura y la experiencia estética se encuentran entre los ejercicios más radicalizados de libertad. Pero por estrategias económicas de los grandes grupos editoriales, el lector –y más aún el lector niño y el joven– está muchas veces condicionado de antemano por informaciones y contenidos impuestos a través de elementos extraliterarios. En las cubiertas de los libros, en la publicidad y en la difusión de las listas de obras más vendidas, la calidad literaria de un libro suele ser un asunto cuyo valor pasa a segundo plano. El imperativo único de la rentabilidad, suministra las pautas que debe seguir un libro para que tanto el escritor como el lector/consumidor se adecuen a ellas. Así, si se quiere vender mucho, un libro debe ser definido de antemano para que nada escape a la planificación y al control (siempre en la línea de lo que se vende bien, de lo que se supone que funcionará porque ya se ha probado en plaza, asimilando la lectura –cuya experiencia es tan personal– con otros productos de consumo masivo). En consecuencia con ello, ciertas denominaciones que deberían ser simplemente informativas se convierten en categorías estéticas. Es lo que ocurre con la expresión "literatura infantil" e igual o más aún con la de "literatura juvenil". Estas expresiones, corrientes en los medios, pero sobre todo en la publicidad editorial –y más especialmente en las estrategias de venta destinadas a los docentes y las escuelas–, están cargadas de intenciones y son portadoras de valores (y dicho sea de paso, la cuestión de "los valores" se ha convertido así en un pingüe recurso de venta de libros infantiles, no siempre de libros de calidad, orientados hacia la escuela). El empleo de esos rótulos (literatura infantil/literatura juvenil y en ese marco, literatura en valores/literatura para educación sexual/literatura con temática ecológica/ literatura sobre buenas costumbres y urbanidad/literatura para los derechos humanos/literatura para aprender a vivir en una familia ensamblada y tantos otros casilleros que podríamos llenar) presupone temas, estilos y estrategias y sobre todo la marcada destinación y predeterminación de un libro con respecto a cierta función que se supone que éste debe cumplir. Se le atribuye a la literatura infantil la inocencia, la capacidad de adecuarse, de adaptarse, de divertir, de jugar, de enseñar y sobre todo la condición central de no incomodar ni desacomodar, y así es como están muy poco presentes otros aspectos y tratamientos, y cuando lo están aparecen con demasiada frecuencia teñidos de deber ser y obediencia temática o de sospechosa adaptabilidad curricular. ¿Los autores de textos y de ilustraciones son conscientes de esta situación? ¿O contribuyen con inocencia peregrina al funcionamiento de la rueda? He escuchado con frecuencia a escritores de este campo decir, a modo de justificativo por la baja calidad de un texto, lo que pasa es que yo vivo de esto y también he escuchado a ilustradores justificarse por haber puesto su oficio al servicio de textos muy pobres con una frase como: tenía que pagar la luz. Es posible que la mayoría de los autores se deslice con cierta inconciencia e inocencia en la trampa de esta sobredeterminación, actuando, escribiendo o dibujando conforme a las expectativas del mercado o de lo que se supone que la masa de lectores, esa abstracción que llamamos el mercado, espera leer, pero la inocencia y la inconciencia no son cualidades de las que pueda vanagloriarse un adulto responsable ni menos aún un escritor. Así, el grueso de los libros destinados al sector infantil y/o juvenil –aunque claro que con honrosas excepciones de libros, autores, ilustradores y editores– procura una escritura correcta cuando no lisa y llanamente baladí (políticamente correcta, socialmente correcta, educacionalmente correcta), es decir, fabrica productos que se consideran adecuados/esperables para la formación de un niño o para su divertimento. Y ya se sabe que correcto no es un adjetivo que le venga bien a la literatura, pues la literatura es un arte en el cual el lenguaje se resiste y manifiesta su voluntad de desvío de la norma.
5. Hacia una literatura sin adjetivos
La tendencia a considerar la literatura infantil y/o juvenil básicamente por lo que tiene de infantil o de juvenil es un peligro, porque parte de ideas preconcebidas sobre lo que es un niño y un joven y porque contribuye a formar un guetode autores reconocidos, incluso a veces consagrados, que no tiene entidad suficiente como para ser leído por lectores a secas. Si la obra de un escritor no coincide con la imagen de lo infantil o lo juvenil que tienen el mercado, las editoriales, los medios audiovisuales, la escuela o quien fuere, se deduce (inmediatamente) de esta divergencia la inutilidad del escritor para ser ofrecido en ese campo de lectores potenciales. Así la literatura para adultos se reserva los temas y las formas que considera de su pertenencia y la literatura infantil/juvenil se asimila con demasiada frecuencia a lo funcional y lo utilitario, convirtiendo a lo infantil/juvenil y lo funcional en dos aspectos de un mismo fenómeno.
6. Peligro
El gran peligro que acecha a la literatura infantil y a la juvenil en lo que respecta a su categorización como literatura, es justamente el de presentarse a priori como infantil o como juvenil. Lo que puede haber de "para niños" o "para jóvenes" en una obra debe ser secundario y venir por añadidura, porque el hueso de un texto capaz de gustar a lectores niños o jóvenes no proviene tanto de su adaptabilidad a un destinatario sino sobre todo de su calidad, y porque cuando hablamos de escritura de cualquier tema o género, el sustantivo es siempre más importante que el adjetivo. De todo lo que tiene que ver con la escritura, la especificidad de destinatario es lo primero que exige una mirada alerta, porque es justamente allí donde más fácilmente anidan razones morales, políticas y de mercado.
Este texto forma parte de Hacia una literatura sin adjetivos (Comunicarte, Córdoba, 2009). Se publica con la autorización de su autora.