Cuatro bicicletas
Federico IvanierSiempre odié las navidades. Siempre detesté todo acerca de ellas. Todo: la histeria de las compras, las locuras del 24, las corridas para salir con un millón de cosas rumbo a la casa de la tía Claudia, el calor insoportable y el sudorcito que me recubría antes de llegar (volviendo inútil el baño que me habían forzado a darme). Nunca me banqué ni el turrón, ni el pan dulce, ni el budín inglés, ni las avellanas, ni nada esa comida invernal destinada a recargarte de calorías. ¿Acaso nadie se da cuenta de que estamos en Uruguay y ya es verano y seguro en ese día se superaron los 35 grados?
Y después, chequear todo el tiempo el reloj, consultar con la tele, con el teléfono, a ver cuándo iban a ser justito, justito las doce, ni un minuto más, ni uno menos, para ir a observar cómo la literalmente gente quemaba dinero con fuegos artificiales. Y cuando ya terminó eso, todo el mundo te besuqueó, te deseó feliz navidad y brindó con sidra (que nunca se toma fuera de las fiestas, así que evidentemente no ha de ser tan rica), ¡a abrir los regalos!
Todo el mundo empieza a decir, como si tuvieran una sobredosis de antidepresivos: vino Papá Noel, vino Papá Noel. Se piensan que seguimos en el jardín de infantes. Ya desde primero sabés que ningún gordito se metió en el living justo cuando vos no veías. Pero los adultos son impenetrables a estas cuestiones. Son como la Muralla China: siguen y siguen. Les encantan los juegos donde ellos mienten y los niños, como unos bananas, les creen todo. Y ojo, no importa si ya dejaste de ser niño. Ellos igual siguen. Les encanta que les creas las pavadas que se les ocurren.
Así que dale que va: vino Papá Noel, vino Papá Noel, cuando se sabe que el tío Marcos o la tía Claudia terminaron de acomodar los paquetes junto a un arbolito que, en pleno verano de un país donde nunca nieva, ¡tiene nieve! Y bueno, a esa altura, ya está, estás jugado: no queda otra que abrir los regalos. Tus temores se confirman: alguien te regaló medias de fútbol de equipos como Jorge Wilsterman o Guaraní. Eso o calzoncillos con dibujos de Los Padrinos Mágicos. Te ponés a pensar cuándo va a empezar el colegio, pero no para volver a clase, sino para ir a charlar con la psicóloga o la psicopedagoga o alguien (quien sea) que se encargue de tu parte psico.
Sí, detesto todo eso. Detesto que Papá Noel lleve ese ridículo disfraz rojo, abrigado como si estuviera en el Polo cuando los mosquitos no te dejan dormir de noche. Y detesto que venga en un trineo de renos. A ver, ¿cuánta gente en Uruguay tuvo alguna vez un trineo o vio de veras un reno? Si alguien viera renos por acá, haría asado de reno, pulpón de reno, chorizo de reno, morcilla de reno, pamplonas de reno y mollejas de reno. Mirá si acá algún reno se nos va a ir volando. Justo.
Ufa con la navidad. Es, supuestamente, un momento para pasar bien, pero no: todo el mundo anda estresado, a lo loco de acá para allá. No tiene sentido. ¿Nadie se da cuenta? Termina siendo un negocio gigantesco, nada más. Y no soy el único que piensa así, ¿eh? Estoy cansado de escuchar a varios que odian las fiestas. Pero nunca hacen nada. Nunca arman un boicot respetable. Se entregan, así, sin más, al derrotismo. También se estresan. Andan a las carreras. Tienen mil vueltas que dar. Y se olvidan que pasar bien debería ser algo simple, sencillo. Nada más que pasar bien.
Ah, pero eso, en navidad, es imposible.
Lo que, por supuesto, me lleva a detestarla todavía más.
Y, obvio, sí, también está el costado de mis padres. Antes, cuando estaban casados, se peleaban por qué llevar para la cena, con qué ropa cada uno debía ir vestido, a qué hora estar prontos, qué faltaba hacer, etcétera, etcétera. Las fiestas les multiplicaban las discusiones. Y llegaban a la casa de mi tía malhumorados. Eso hacía que mi madre tuviese los clásicos intercambios en voz baja con su hermana y que el mal humor fuera una especie de reguero de pólvora que nunca terminaba de explotar, pero que nos circunvalaba constantemente.
Ahora que están separados, debería ser más fácil, pero no. Tampoco. Ahora el tema es con quién mi hermana Ainara y yo vamos a pasar las fiestas. El acuerdo es que se turnan: pasamos un 24 con cada uno, pero igual los dos quieren vernos aunque sea un ratito ese día (aunque no tiene nada de diferente, por ejemplo, a un 13 de agosto: seguimos siendo los mismos) por lo que los líos son como la novela de Michael Ende: la historia interminable.
Es debido a toda esta serie de consideraciones que, finalmente, tomé una decisión clave e inquebrantable: hacer una (la primera del mundo, estoy seguro) huelga de navidad.
—¡¿Una qué?! —saltó mi madre.
—Una huelga de navidad —le repetí, en tono monocorde.
—¿Qué es eso?
—Una medida de fuerza para mostrar mi odio profundo a la navidad.
—Ajá —(es lo que dice cuando no sabe qué decir).
Le enumeré mi larga lista de cosas que detesto acerca del 24 de diciembre.
—Por tanto —culminé—, decidí que no voy a participar en nada que tenga que ver con este ritual decrépito y deprimente.
—¿Cómo que no vas a participar en nada? No entiendo.
—No voy a hacer nada, eso. No voy a ir a reunirme, no le voy a desear feliz navidad a nadie, no voy a escuchar ninguna oración que incluya las palabras Papá Noel o, peor todavía, Santa Claus. Tampoco voy a recibir regalos ni a ayudar a poner la mesa ni a comer pan dulce ni lengua a la vinagreta. Voy a hacer huelga. He dicho.
Vi que me contemplaba asombrada. Azorada, diría yo. Pensaba qué decirme. Y no se le ocurría nada.
—No podés ponerte de huelga. Tenés trece años, nada más —me dijo Ainara, que estaba allí, en el living, contemplando la conversación y viendo qué podía sacar ella a su favor. Mi hermana es así. De aprovechar todas las oportunidades.
—Ja. Y vos tenés diez, mijita —le respondí—. Si yo no tengo ni derecho a huelga, entonces vos no tenés derecho a nada de nada. Estás frita. Pensá un poco.
Mi hermana se dirigió a mi madre.
—Pensándolo bien, Francisco tiene derecho a ponerse de huelga. Yo también estoy de huelga. ¡Vamos a hacer un piquete!
—Calma, ADEOM (1), calma —levantó la mano mi madre—. Está bien. Acepto la medida de lucha. Ahora, ¿cuál es la plataforma reivindicativa?
—Que se anulen las navidades para siempre —dije, apostando fuerte.
—Imposible.
—Bueno, entonces, no sé —repliqué—. Que se me dé libertad de acción ese día.
—Se nos dé —aclaró Ainara.
—Uf, sí, sí. Libertad, siempre libertad —resopló mi madre—. ¿Libertad para hacer qué?
—No sé. Para andar en bici.
Que nadie se crea que eso era un plan o fantasía o algo así que yo tenía. No, nada que ver. Dije lo primero que se me cruzó, nomás. Hubiera preferido decir subirme a un yate, pero no tenemos yate.
—Bueno, podés ir a andar en bici todo el día… Y de noche…
—No. Me refiero, precisamente, a andar en bici de noche.
—Claro —arrugó la boca mi madre—. Con todo el mundo manejando borracho. ¡¿Querés que te atropellen?!
—Bueno, podría salir un rato antes de las doce, cuando todo el mundo está adentro. Ta.
En realidad, no tenía mucho sentido lo que estaba diciendo, razón por la que, obviamente, me encantaba decirlo. Más allá de eso, tampoco era que yo viviera muy pendiente de andar en bici ni nada. Pero fue lo más en contra que se me ocurrió. Y eso de estar en contra siempre me vino bárbaro.
—Muy bien —pronunció mi madre, dando por terminada la negociación colectiva—. Tenés permiso para quedarte solo en casa ese día.
Y quedó en eso. Corría principios de diciembre y la súbita aceptación de mi progenitora despertaba severas sospechas en mi mente, pero preferí no ventilarlas. Al fin y al cabo, ella había declarado públicamente que yo estaba a salvo del castigo. No podría retractarse, al menos no sin sufrir consecuencias funestas.
Pasaron los días y finalmente llegó el 24. Ni una palabra acerca de mi huelga. La mía y la de Ainara, en todo caso, aunque ella pedía una suspensión de las medidas de lucha para abrir regalos (pensaba recibirlos igual).
Llegaron las diez de la noche y todo estaba tranquilo, tranquilísimo. Mi madre no parecía con planes de ir a lo de la tía Claudia. Chequeé en el almanaque, para ver que no me había confundido de fecha, y no, no me había confundido. Era 24 de diciembre nomás. Bueno, pensé. Y a eso de las diez y cuarto, llegó mi padre… en bicicleta.
—Muy bien, ¿están listos? —preguntó luego de los saludos.
Había traído también una bicicleta para mi madre y cuatro chalecos fosforescentes.
—¿Y todo eso? —le dije.
—Nos plegamos a la huelga —sonrió mi madre, haciéndome una guiñada.
Y ante mi absoluto pasmo, repartió chalecos, nos hizo ponérnoslos, ella misma se colocó uno, se calzó una mochila (mi padre también llevaba una, descubrí), se puso un chaleco y se subió a su birrodado. Ainara aplaudió y sacó su bici también. Yo saqué la mía, esperando ver la cámara oculta o que alguien me dijera, jua, te la creíste, zoquete.
—Bueno, Franchu —suspiró mi padre—, guianos.
—¿Guianos? ¿Guianos adónde?
—¿No era que querías pasar navidad en bici?
—Sí, pero…
—¿Qué?
—Okey, ¿cuál es la trampa?
—Francisco Daniel Echeverría —me encaró mi padre—, permitime que, humildemente, te dé un consejo: no seas tan paparulo como para no darte cuenta de cuando conseguiste lo que querías. Guianos.
—Entonces… ¿vos también venís con nosotros?
—Hasta donde sé —me dijo, con una sonrisa—, estamos todos de huelga, ¿no?
¿No tenés nada para discutir con mamá?, pensé, sin decirle nada. ¿No se van a pelear por nada? Quedó clarito que me agarró al vuelo, porque alzó una ceja y me dijo:
—¿Y? —me preguntó—. ¿Qué esperás?
Solté una risa y me subí a mi bici. Si no tenían planes de discutir, mucho mejor. ¡Huelga de discusiones también, caramba! Y así salimos. Recorrimos Montevideo mientras todo el mundo se juntaba a comer, mientras algunos asaban carne directamente en el cordón de la vereda. La ciudad entera parecía adormilarse bajo la noche estrellada, como acostada en una hamaca paraguaya. Estaba silenciosa y el último vestigio de una brisa primaveral tenía lugar para recorrer las calles, arrastrando perfumes a comida y a los últimos claveles que algunos vendedores todavía intentaban liquidar en las esquinas.
Tomamos por sitios que nunca había visto, yendo despacio, comentando detalles. En un par de ocasiones, incluso nos dimos cuenta de que íbamos por lugares familiares, pero que, en cierto modo, les descubríamos características, hasta ese momento, desapercibidas. No seguimos ningún camino en particular: nada más torcíamos hacia un lado u otro o seguíamos de largo si se nos antojaba. Pronto Ainara también quiso hacer de guía y le cedí felizmente el lugar, hasta que luego mi padre y hasta mi madre pidieron para hacer de líderes.
Terminamos en las canteras del Parque Rodó, mirando el mar, donde se reflejaba la luna, y la costa con los edificios, que formaban un arco casi interminable. Nos sentamos en el pasto y justo cuando empezaba a tener hambre, mi madre abrió su mochila y sacó una torta de pollo y un par de refrescos. Mi padre hizo aparecer unos sándwiches y la cena estaba lista. Una cena insuperable, porque la torta de pollo de mi madre es de calidad intergaláctica.
Cuando los fuegos artificiales iluminaron el cielo, parecía una película: una burbuja con un millón de estrellas. Mil colores. Mil formas. Mil dibujos que estallaban y desaparecían. Y nosotros allí, siendo testigos privilegiados de todo.
—Feliz navidad —me dijo mi madre.
—Igualmente —le respondí.
No pasó nada raro, no cayó ningún plato volador ni nos encontramos un billete de mil pesos tirado en el suelo. No pasó nada sobre lo que algún día se podría escribir un cuento, creo yo. Pero igual me puse a pensar que estaba buenísimo estar ahí. ¡Hasta era posible pasar bien en navidad, mirá vos!
No había sido tan difícil, en realidad. Había alcanzado con cuatro bicicletas. Y dos, eran prestadas.
Nota:
(1) Sindicato de la Municipalidad de Montevideo. Sindicato muy fuerte, caracterizado por ejercer medidas de lucha incluso cuando tienen una posición privilegiada. (Nota del autor.)