Nicolás Schuff: "Escribo arrimado a la poesía, a la música, al juego"
Sergio Andricaín y Antonio Orlando RodríguezUna de las voces más significativas de la actual literatura argentina para niños y jóvenes es Nicolás Schuff (Buenos Aires, 1973), creador que ha dado a conocer una amplia bibliografía con títulos de notable calidad. Entre ellos, los libros álbum Los equilibristas (ilustrado por Pablo Picyk) y La bufanda roja (ilustrado por Mariana Ruiz Johnson) —distinguidos con el Premio Fundación Cuatrogatos en los años 2017 y 2020, respectivamente—, y el libro de cuentos Mis tíos gigantes, con ilustraciones de Javier Reboursin, finalista del mismo certamen en 2020.
Con el propósito de conocer más acerca de la trayectoria y el universo creativo de Schuff, le hicimos llegar un cuestionario. Compartimos a continuación nuestras preguntas y sus respuestas:
¿Cómo fue tu relación con los libros y la lectura durante tu infancia y tu adolescencia?
Aunque vengo de una familia muy lectora, mi vínculo más fuerte con la literatura no empezó en la infancia sino en la adolescencia. Cuando cumplí trece años nos mudamos del barrio en el que crecí, una zona de casas y calles tranquilas, al microcentro de Buenos Aires, a tres cuadras del Obelisco. Pasé de estar buena parte del día jugando en la calle a vivir más bien puertas adentro, en un barrio por completo anónimo, gris, lleno de ruido, autos, oficinas, comercios. Además, empecé el secundario, donde encontré grupos ya constituidos a los que nunca me integré. Tal vez un poco por esas cosas empecé a leer más, como una forma de tomar distancia de una realidad nueva que me resultaba bastante hostil y confusa. Lo mejor de la mudanza fue quedar a pasos de la avenida Corrientes, que por entonces todavía era la avenida de las librerías en Buenos Aires y fue muy importante en mi formación. Pasé mucho tiempo ahí. Los libros se convirtieron en una gran compañía.
¿Qué obras de las leídas durante esa etapa de tu vida recuerdas de manera especial?
Creo que la lectura de Rayuela, de Julio Cortázar, fue decisiva. ¿O lo importante habrá sido el propio Cortázar, su figura, más que su novela? Porque no sé cuánto entendí del libro en aquel momento, a mis quince, dieciséis años. Sí sé que me hizo fantasear con una vida bohemia e intelectual que, en realidad, ya no existía hacía rato (hablo de fines de los años 1980, principios de los 1990). Esa imagen romántica del escritor que viaja a Europa y camina por París con su pipa, escuchando música, discutiendo filosofía en departamentos llenos de humo… También recuerdo la conmoción que me produjo la poesía de Alejandra Pizarnik. El descubrimiento de Fernando Pessoa. La obra de Salinger, de Bradbury, de Rulfo. Y algunas lecturas de filosofía. Por ejemplo el librito El existencialismo es un humanismo, de Sartre.
¿Cómo llegas a la creación literaria? ¿Y a escribir para niños?
Empecé a escribir por esa misma época, a los quince o dieciséis años, supongo que como consecuencia directa de la lectura. De algún modo gracias al diálogo con los libros empecé a pensar, o mejor digamos a reflexionar, y eso me llevó a escribir. No sé hasta dónde es cierto esto, pero me cuento ese cuentito. Creo que la lectura fue decisiva en el sentido de que me abrió una “interioridad”, me hizo tomar consciencia del lenguaje, entender que estamos atravesados y modelados por el lenguaje. Para mí eso fue un deslumbramiento. Comprender que en buena parte la realidad no era una cosa dada sino una construcción sostenida en y por el lenguaje. Creo que empecé a escribir para darme testimonio de algo de todo eso. Como una forma de volver a mirar, a pensar y a nombrar el mundo, de apropiarme de mi vida e ir dándole una forma personal. Escribir para evitar “ser escrito”. Escribir para pensar. E interesado sobre todo en el lenguaje, mucho más que en historias o argumentos.
En aquel momento, hacia el fin del colegio secundario, todo esto que menciono me acercó a la poesía y a la filosofía. Me anoté en un taller literario. Pero en general no escribía mucho. Cosas sueltas. Papelitos. Ni se me pasaba por la cabeza que algún día pudiera vivir de la literatura. Mucho menos de la literatura infantil. Posiblemente, equivocadamente, me ocurriera lo que a muchos: quería ser escritor antes de escribir. ¡Culpa de Cortázar! El asunto es que gané un par de concursos literarios escolares que refrendaron ese deseo. Cuando terminé el colegio quise irme a fumar pipa a París, pero no tenía dinero. Fumé pipa en Buenos Aires. No me gustó. Busqué y conseguí trabajo como librero. Me interesé por la filosofía, el guion, el periodismo. Hice cursos, cursitos, talleres, pasé sin éxito (o sin terminar, que tal vez no sea lo mismo) por distintas carreras en la universidad (evité siempre la carrera de Letras, hasta que finalmente la probé durante un par de años). Y cerca de los treinta años tuve la oportunidad de publicar un clásico en una versión para chicos. Un amigo que editaba una colección de literatura con destino escolar me invitó a preparar una versión de la Ilíada y la Odisea, nada menos. Ahí inicié el camino que me trajo hasta acá. Así que empecé de modo profesional, digamos. Por encargo. No por vocación ni por un interés particular por la literatura infantil, que mayormente desconozco.
¿Qué posibilidades te brinda como escritor este tipo de literatura?
Me siento con mucha libertad para jugar con el lenguaje y la imaginación. Para los chicos y chicas todo es nuevo y uno puede valerse de géneros y recursos que tal vez en la literatura para adultos podrían resultar anacrónicos, demasiado transitados o inocentes. El surrealismo, por ejemplo. Me gusta la idea de hacer reír a los lectores, estimular su imaginación, sacudirles un poquito la lengua, el lenguaje. También poner en juego algo que podríamos llamar “ternura”, esa forma del amor y de vínculo con el mundo tan pisoteada por el cinismo imperante. Además, me ocurre que en este terreno logro soltar cierta exigencia interna que me gana cuando pienso en un público exclusivamente adulto. Aunque considero que, por ejemplo, tanto El pájaro bigote como Las interrupciones, Mis tíos gigantes o Quince ocasiones para pedir deseos en la calle son libros ilustrados para cualquier público. En esos textos, más personales, nunca sé muy bien a quién le hablo. Escribo guiado sobre todo por la intuición.
¿De dónde vienen tus ficciones? ¿Cuáles suelen ser sus detonantes?
Cada vez me cuesta más escribir “historias”, relatos con una estructura fuerte, protagonistas, antagonistas, una progresión dramática, etc. En realidad, casi siempre que escribí novelitas o cuentos se trató de un trabajo, de una cuestión profesional, de oficio. Y en algunos casos recurro a la colaboración de uno o dos amigos que escriben novelas, o de mi hermano, que es guionista. Yo escribo más bien arrimado a la poesía, a la música, al juego. En los libros que mencioné antes, que van por ese lado, los detonantes en general tienen que ver con la lectura. Parten de una imagen, o de una idea o emoción que me lleva a una imagen, o de un juego de palabras o musiquita que se me arma en la cabeza como efecto de alguna lectura. A veces también las preguntas ponen en movimiento esa escritura. A veces un dibujo. A veces una consigna o procedimiento al estilo oulipiano. Y luego, cuando algo asoma, “me dejo escribir”, montado a un ritmo, a la intuición, sin un plan muy claro.
¿Cómo suele ser el proceso de escritura de tus libros? ¿Necesitas condiciones especiales?
Una de las cosas que necesito es moverme, caminar. Me alegra y aligera, me despeja de mí mismo. Pone en movimiento mi pensamiento. Si no camino, pienso mal o no pienso, y no escribo. Si no escribo, me pongo ansioso, irritable. Andar sin rumbo tiene un poco que ver con la forma en la que escribo, esto de no tener un plan firme prefijado ni saber exactamente qué quiero decir, sino que eso va a apareciendo con la propia escritura. Escribo en bares, plazas, medios de transporte. Una vez que la “semilla” está plantada puedo trabajar más en mi casa. Pero la verdad es que produzco muy poco en relación con colegas que conozco. Soy bastante inconstante, ansioso y poco sistemático. Aunque a esta altura más o menos aprendí a tenerme paciencia. No me sirve de nada “salir a buscar” la escritura. Sí hacerle espacio y generar condiciones anímicas y mentales para que aparezca. También condiciones materiales. Concretamente, un poco de tiempo libre. Y una vez que me embarco en algo que me interesa, sí: suelo andar con eso en la cabeza todo el día, y de hecho me fastidia un poco tener que ocuparme de cualquier otra cosa.
El humor, la fantasía, el absurdo y el desenfado son rasgos muy marcados en tu obra. ¿Por qué? ¿De dónde nacen?
Mi padre cultivó y me transmitió un humor así, del absurdo, del nonsense, de gag verbal. Me hizo conocer y disfrutar a los Monthy Pyhthon, a los hermanos Marx, a Woody Allen, a Boris Vian, a Kurt Vonnegut. Compraba la revista Humor, que fue una revista importante en Argentina y que yo leía de chico, a veces sin terminar de entender mucho. En cuanto a la presencia de esos elementos en mis libros, no es algo calculado. Forman parte de mi carácter y aparecen. Pienso que la risa puede ser una especie de antídoto contra la solemnidad, las apariencias, los prejuicios, y en ese sentido tener incluso un cariz político. Si el poder nos quiere tristes, como dicen, la risa es fiesta y celebración y es con otros. Además, creo que ser más libres implica la posibilidad de reírnos un poco de nosotros mismos, tomarnos menos en serio el personaje que nos construimos. En algunos de mis libros, por ejemplo, bromeo en torno a mi propia labor y al personaje del escritor, que en el imaginario de mucha gente es una figura “importante”, solemne.
¿Alguna vez has escrito una narración de corte realista?
Escribí dos libritos con un personaje detective llamado Hugo Besugo. Están publicados por la editorial Norma. Son relatos para lectores de siete u ocho años. Y están por aparecer, por la editorial Ralenti, Los estrambóticos, unas novelas breves en esa misma línea que pensé en colaboración con mi amigo el chef y escritor Guillermo Delavault.
En muchos de los libros que has publicado la imagen gráfica desempeña un papel muy importante. ¿Qué aporta a tus historias? ¿Cómo suele ser tu relación de trabajo con los ilustradores? ¿Qué valoras más en ellos?
Sobre todo en esos libros que llamamos “álbum” la imagen es central, y son obra tanto del escritor como del ilustrador. Requieren siempre una reflexión conjunta para que la imagen y la palabra se complementen lo mejor posible. El intercambio y el proceso en la hechura de un libro así en general me obliga a volver sobre lo que escribí de una manera nueva, a veces a modificarlo, y cuando esa sociedad funciona sin duda mejora mi trabajo.
Yo sigo mucho el trabajo de las ilustradoras y los ilustradores. A veces en busca del tipo de ilustración que imagino para algo que tengo escrito. A veces porque esas obras me sugieren ideas para escribir. Lo cierto es que abundan dibujantes e ilustradores talentosos y creativos. Pero en estos años aprendí que conocer bien el oficio, tener una técnica brillante, hacer cuadros o dibujos hermosos, no le alcanza a un ilustrador para trabajar en un libro álbum, porque no es lo mismo pintar un cuadro que poner los lápices y pinceles al servicio de un relato. Además, es preciso saber escuchar, hacer muchas pruebas, darle tiempo al proceso. Así que tuve todo tipo de experiencias, buenas, regulares, malas. Los ilustradores con los que más y mejor trabajé hasta ahora son personas con las que me une cierta mirada del mundo, cierto humor y, a esta altura, una gran amistad. Y además que tienen intereses y una cultura más amplia que la estrictamente visual o plástica.
La Fundación Cuatrogatos ha premiado y recomendado varios libros tuyos, como Los equilibristas (Edelvives) y Así queda demostrado (Ediciones del Eclipse), con Pablo Picyk; La bufanda roja (publicado por Apila y por Edelvives), con Mariana Ruiz Johnson; El pájaro bigote (Pípala), con Clau Degliuomini, y Mis tíos gigantes (Loqueleo). Si tuvieras que recomendar tres obras tuyas que no estén entre las que hemos mencionado, ¿cuáles te parece que deberíamos tratar de conseguir para conocer un poco mejor el universo Schuff?
Seguro Las interrupciones (Galería), ilustrado por Mariana Ruiz Johnson. También Cualquier verdura, ilustrado por Gabriela Burin (Ralenti); Modales en la mesa, ilustrado por Pablo Picyk (Galería) y Monstruos fritos (Sigmar). Y uno que saldrá publicado por Limonero en unos meses y es un trabajo diferente, un experimento nuevo. Se llama La vida de un lápiz y lo ilustró Martina Trach.
¿Con cuáles autores argentinos —para chicos y para grandes— te identificas más, te sientes más “en familia” literariamente?
No sé si en familia, pero de los escritores activos en este momento me interesan particularmente la imaginación, el humor y la escritura de autores quizá muy diferentes entre sí, como Pablo Katchadjian, David Wapner, Ema Wolf, Eduardo Abel Giménez, Laura Wittner, Juan Lima, por mencionar unos pocos nombres que recuerdo ahora.
¿Qué te gusta más y que te gusta menos de la LIJ que se publica en Argentina?
Como dije más arriba, no soy un gran lector de LIJ, así que no podría responder con fundamentos. Sacando a la gente que mencioné antes, sé que hay buenos escritores y escritoras de mi generación que renuevan un poco el panorama. Luego está aquello en lo que todos parecemos acordar en abominar pero que nadie hace mucho por cambiar, que es lo políticamente correcto, la producción medio en serie de libros para lectura escolar con contenidos aptos para pasar todos los filtros de la moralina y los intermediarios sin inquietar a ningún adulto que pueda incidir en el volumen de ventas.
¿Sueles reunirte en escuelas, librerías o bibliotecas con niños lectores? ¿Qué es lo más interesante que te han dicho o que has descubierto en esos encuentros?
Voy con mucha frecuencia a visitar escuelas, a conversar con chicos y chicas que leyeron alguno de mis libros. Tal vez lo mejor de esos encuentros es estar en contacto con lectores que viven realidades muy diversas. Además, como trato de no automatizar mis respuestas, esos encuentros-entrevistas me obligan a repensar constantemente de qué se trata este arte u oficio, qué es lo que hago, cómo, por qué, para qué o quién. También son encuentros interesantes para entender qué ideas de la literatura se instalan, circulan y transmiten desde la escuela y las familias.
¿Cuál es el libro que sueñas con poder llegar a escribir algún día?
Me gustaría escribir un libro de poemas.
¿Qué esperas encontrar cuando alguien pone en tus manos un libro para niños y te dispones a leerlo?
Supongo que podría resumirlo así: verdad y belleza.