Crear, leer y escribir
En el principio fue el verbo. La palabra. La palabra forma parte de los mitos de la creación: así aparece en la Biblia, en el “Génesis”, en los textos de los pueblos mayas. Los egipcios hasta tenían un dios, Ptah, que creaba todo aquello que nombraba. La palabra, el nombre, era la identidad. Los egipcios tenían dos nombres: el público y el privado, que no daban a conocer a nadie, porque quien conocía el nombre poseía el conocimiento sobre la identidad, por tanto, sobre quien la sustentaba. Conocer el nombre, la palabra, era un atributo del poder.
Lo primero que hacemos cuando conocemos a alguien es decir nuestro nombre, y esperamos que el otro haga lo mismo: damos así un signo de confianza similar al de estrechar las manos. No todas las culturas dan la mano, en algunas sociedades africanas, a través del apretón de manos se envenenaba a los enemigos.
Durante mucho tiempo, no nos hemos dado la mano para protegernos y proteger. Ese signo ancestral de confianza que es un apretón de manos se perdió durante meses, y tal vez lo haya hecho en algunos ámbitos para siempre. Ya no tenemos confianza en las manos de los demás. Esas manos deseadas, las mismas cuyo recuerdo nos hacía temblar, las queremos lejos de nosotros. Querríamos ser como el dios egipcio que nombraba y creaba, pero sin acercarse demasiado a los frutos de su poder. Casi ningún dios se acerca demasiado a aquello que crea. Por si acaso.
Cuando no tenemos manos que compartir, que estrechar, que tocar, que besar, nos quedan las palabras, las que leemos y las que salen de las bocas, a veces todavía escondidas tras las mascarillas, que no máscaras. Las máscaras de carnaval escondían las miradas, pero dejaban las bocas libres para seducir, para besar. No obstante, ahora y siempre podemos seducir con nuestras palabras.
Seducir y envenenar.
Las palabras conforman nuestro pensamiento desde que nacemos. Ya entonces, alguien nos cuenta historias o nos canta canciones de cuna, y el cerebro empieza a formar una memoria a través de lo que escucha. Las palabras crean una memoria individual y también colectiva. En el inconsciente colectivo guardamos muchas cosas desde hace miles de años, algunas de ellas afloran en nuestra vida, otras en las de nuestros descendientes, muchas se quedarán dormidas para siempre en ese limbo que alguien decidió hace unos años que no existía.
Si no vivimos en las palabras, vivimos en un limbo inexistente. Las palabras son nuestra casa más preciada, la que llevamos con nosotros en todo momento, como el caracol, como la tortuga, esos animales antiguos que no confiaban en el mundo que les rodeaba y lo llevaban todo siempre con ellos en su vida nómada, sin madrigueras, sin cavernas. Para ellos, era y es la caverna su propio caparazón. Como para nosotros lo son las palabras.
Porque las palabras nos protegen como la casa de ladrillos al tercer cerdito del cuento. Cuando viajamos a un país cuya lengua desconocemos nos sentimos desprotegidos, inseguros. Dejamos de ser los reyes que creemos ser en nuestra tierra. Porque la lengua, materna, nos protege como una manta, como una madre. Dentro de ella creemos que nada nos puede pasar porque estamos refugiados en su regazo.
Vivimos en las palabras y generalmente nos sentimos bien en ellas. Pero en muchas ocasiones les perdemos el respeto. Entonces empezamos a adornarlas, como hacemos con nuestras casas, que recargamos a veces de una manera atroz y con el peor de los gustos. A las palabras las adornamos con adjetivos que las pueden convertir en flechas envenenadas. Y cuando la palabra es un dardo, emponzoña a quien la dice, a quien la escribe, a quien la escucha directamente y a la sociedad entera.
Porque a las palabras no se las lleva el aire. Las palabras tienen tanto poder que no solo penetran por los oídos y por cada poro de la piel, e impregnan el cerebro de quien las oye. Las palabras también se quedan en el aire, suspendidas, expectantes, confiadas en que algún día llegarán oídos en los que entrar. Las palabras son como don Juan Tenorio, saben que siempre llegará alguien a quien seducir, en quien penetrar y en quien dejar su semilla para que las generaciones venideras no las olviden. Y así ocurre con las palabras luminosas y con las ominosas. Si los adjetivos son perversos, su veneno puede actuar muy lenta, pero letalmente.
Damos la palabra cuando queremos que alguien hable. Y damos nuestra palabra cuando queremos que el otro crea con confianza en lo que le hemos dicho o prometido. La lengua tiene expresiones que no son en absoluto caprichosas. Dar la palabra de uno es ofrecer confianza. Porque la confianza es aquello en lo que se basan las sociedades que funcionan bien. La confianza es la materia de la que deben fabricarse los cimientos de una sociedad. Sin confianza solo queda la arena que forma el barro. Y los pies de barro hacen caer a los gigantes.
La palabra es confianza y es magia. Porque los escritores y los lectores hacemos magia todos y cada uno de los días. Una magia que hace que nuestra vida sea, si no eterna, sí casi infinita, como un efecto de espejos enfrentados. Y es que los lectores vivimos muchas más vidas que aquellos que no leen. Si no leemos, tenemos solo una vida. Una vida que puede ser más o menos monótona, más o menos excitante. Pero una. No podemos hacer dos cosas a la vez, ni viajar a dos lugares al mismo tiempo. La vida que vivimos es lineal, por mucho que nos parezca a veces que tenemos vidas paralelas. En cambio, cuando leemos, nos metemos en la madriguera, acompañamos a Alicia y encontramos infinitos países de las maravillas desde el sofá de casa, arropados con la manta, con una copa de vino en la mano, o con una taza de té humeante. Amamos, odiamos, tememos, sufrimos, disfrutamos, abrazamos a los personajes y vivimos con ellos sus historias de amor y de desamor. Sus vacíos y sus ausencias se convierten en los nuestros. Cazamos ballenas con Ismael y con el capitán Ahab. Compartimos tumba con doña Susanita en Comala. Reivindicamos nuestra libertad femenina con aquella pastora Marcela que inventó Cervantes, tan rodeado que estuvo siempre por las mujeres de su familia. Morimos de belleza en Venecia con Thomas Mann. Somos «Preciosa» en el viento con Federico García Lorca. Somos Diego, somos Isabel, y agonizamos de amor por ese beso que no nos dio aquel o aquella a quien quisimos hasta lo imposible. Y, por supuesto, amamos a Fermina Daza en los tiempos del cólera. Y nos enamoramos del príncipe Andrei con Natacha en la guerra y en la paz. Y somos Hyde a veces y Jekill en otros momentos con Robert Louis Stevenson, con quien viajamos además a una isla sin tesoro. Y somos Claudio, el tío de Hamlet, y nos dejamos manipular por un deseo de ambición desmedida y por la erótica que debe de tener el poder, según dicen. Y nos ponemos en la piel de Creonte en la tragedia de Sófocles, y reflexionamos acerca de sus dudas terribles entre el deber social y el deber individual. Dudas que tenemos muchos y que deben de sentir muy cercanas los padres y las madres de la patria en estos tiempos encendidos de cólera y de zozobra que estamos viviendo. Tiempos para los que son más necesarias las palabras que los vapores de los augures o las pócimas de las brujas que Shakespeare inventó para Macbeth.
Creo firmemente en el poder de la literatura como pócima, como bálsamo de Fierabrás, como vacuna contra la ignorancia. La literatura, como parte que es del Arte, es algo que nos diferencia de los demás seres vivos. En el ser humano hay un deseo de búsqueda que va más allá del instinto. Hay algo que nos empuja a crear belleza o extrañamiento y a nadar en ellos. Miramos el paisaje de nubes como si miráramos un cuadro de Friedrich. El interior o el exterior de una casa tiene ya la composición de un lienzo de Edward Hopper. Una colina con molinos es un episodio de El Quijote. Leemos los periódicos y nos parece que estamos leyendo un artículo de Larra, un poema de Dámaso Alonso o un esperpento de Valle-Inclán. Amamos con los versos de José Ramón Ayllón, con los de Leopardi o con los de Novalis. Miramos a los mitos griegos desde los poemas de Anne Carson, de Louise Glück o desde la más hermosa de las prosas infinitas con Irene Vallejo. Decía Aristóteles que el Arte imita a la Naturaleza. Pero Oscar Wilde escribió en La decadencia de la mentira, esa pequeña y deliciosa joya literaria, que la Naturaleza imita al Arte. Y yo, que soy más de Oscar que de Aristóteles, estoy completamente de acuerdo con él.
Y es que, una vez que hemos leído y hemos contemplado e interiorizado el Arte, ya no podemos mirar el mundo igual que antes. Lo miramos desde nuestra perspectiva personal, y en nuestra persona está todo aquello que hemos leído. Somos lo que comemos, lo que bebemos, pero sobre todo somos lo que leemos. Las palabras nos alimentan, nos modelan, y en ellas proyectamos lo que somos. Cuando leemos un libro, sus palabras se convierten en únicas para cada lector. Porque cada lector es único y lanza sus «espíritus vivos» desde sus ojos, únicos, o desde sus dedos, únicos, a todo lo que lee. Por eso lo que recibe es diferente. El libro y sus letras son los espejos en los que nos miramos, esos espejos que nos devuelven una imagen, una ficción, una apariencia de lo que somos, de lo que pretendemos ser.
Porque estamos hechos de apariencias, estamos construidos con ficciones. Nuestros cimientos se basan en tierra y en confianza, sí, pero también en ficciones. Y muchas veces la ficción está mucho más llena de verdad que la propia vida, y quien no se lo crea que se lo pregunte al mismísimo Dorian Gray, o tal vez a su retrato, que mostraba el alma oscura y perversa, mientras que el rostro permanecía inalteradamente amable, joven y hermoso.
Nuestra memoria guarda en el mismo rincón, y en promiscua convivencia, aquello que ocurrió junto con aquello que no pasó, pero que deseamos e imaginamos. Los personajes literarios conviven en nuestro pensamiento con personas reales. Y muchas veces los sentimos mucho más cerca que a las personas que tenemos al lado. Don Quijote es probablemente uno de mis parientes más cercanos. Su sangre es mi sangre. Por mis venas corren kilómetros de tinta, y yo también veo gigantes donde otros solo ven molinos. Una de las Historias mínimas de Javier Tomeo, uno de los más grandes escritores que ha dado Aragón, presenta a un padre y a un hijo en un campo. El padre le dice al hijo que observe aquellos gigantes que se ven a lo lejos. El hijo le contesta que solo ve molinos. Así siguen un rato. El padre ve gigantes y el hijo ve molinos. Al final, el padre mira al hijo y le dice: «Me preocupas, hijo, me preocupas». A mí también me preocupan aquellos que ven demasiados molinos y que no saben ver gigantes.
Por eso la mayoría de mis obras son libros que leen niños y adolescentes, porque me preocupa que no puedan ver gigantes donde hay gigantes. Porque considero que hay que mimar a los niños y a las niñas con las mejores palabras. Las palabras acarician como los dedos rosados de la Aurora y traen la luz del conocimiento y del respeto. Y esas palabras que escuchen y lean van a ser responsables, en gran parte, de su felicidad y de su futuro, y de la felicidad y el futuro de aquellos que les rodean, es decir, del resto del mundo. Porque nada de lo que atañe a los humanos es ajeno a los demás humanos, como escribió Terencio y recogió Unamuno.
Las palabras nos hacen libres y hacen que el mundo sea más grande. Las letras abren ventanas. Vivimos en las palabras y las ventanas ventilan nuestras casas. Traen el aire fresco y el aire diferente que hace que respiremos mejor.
Las palabras sobreviven, quedan en el aire, nos abrazan, nos construyen, nos ligan unos a otros, a los conocidos y a los desconocidos que vivieron hace cientos, miles de años, y cuyos textos leemos, interiorizamos y hacemos nuestros.
Porque no iremos a Ítaca sin Ulises, ni a Verona y Dinamarca sin pensar en Shakespeare. Tampoco visitaremos Teruel sin suspirar por Diego y por Isabel. Ni nos asomaremos a Cartago sin recordar a Dido y a Eneas. Y no nos acercaremos a la Quinta Julieta sin tener presente la Crónica del alba de Ramón José Sender. No miraremos el río Magdalena sin los ojos de García Márquez ni de Fermina Daza. Tampoco visitaremos Veruela, Trasmoz o el Moncayo sin la sombra de Gustavo Adolfo Bécquer.
Pero, sobre todo, jamás imaginaremos molinos cuando veamos gigantes.
Gracias, Sergio y Antonio, por hacer posible este encuentro de palabras y emociones. Gracias, Betty, por dejarme conversar contigo este ratito hermoso.
A todos, de corazón, mi abrazo, mi voz, mi palabra, y mi deseo de que no dejen nunca de ver gigantes. De sonreírles, de darles la mano y, sobre todo, de darles su voz y su palabra.
Muchas gracias.