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Papel recortado de Hans Christian Andersen.
La Noche Santa
Selma LagerlöfApenas contaba cinco años de edad cuando experimenté una gran pena. No sé si desde entonces habré tenido otra mayor.
La causa fue el triste fallecimiento de mi abuela. Hasta entonces, la bondadosa señora estuvo sentada siempre en un rincón de la estancia contando cuentos.
Recuerdo siempre que la pobre estaba sentada allí, refiriendo historias, de la mañana a la noche, y que nosotros, niños, sentados en torno suyo, escuchábamos silenciosos sus narraciones. ¡Magnífica vida! No había pequeñuelos que lo pasaran mejor que nosotros. De la bondadosa anciana solo puedo recordar que tenía una hermosa cabellera blanca como un gran copo de algodón. Que caminaba muy encorvada y que sus manos jamás abandonaban la calceta.
También recuerdo que siempre que terminaba la narración de algún cuento me colocaba una mano sobre la cabeza, diciendo: “Y todo esto es tan cierto como que yo te veo y tú me ves”.
Recuerdo, además, que sabía cantar bellas canciones; mas esto no solía hacerlo todos los días. Una de estas canciones se refería a un caballero y a una sirena y tenía un estribillo que decía algo así como:
¡Oh, cuán glacial y cuán violento
Sopla en el lago inmenso el viento!
Igualmente acuden a mi memoria una oración cortita y unos salmos en verso que ella nos enseñó.
De tales cuentos e historias solo conservo un recuerdo débil y vago, si bien de una de ellas me acuerdo tan claramente que podría narrarla sin la menor dificultad. Es una leyenda breve sobre el nacimiento de Jesús.
Además del inmenso dolor que me produjo su partida, que es lo que más fielmente quedó grabado en mi corazón, es únicamente esto, poco más o menos, todo lo que recuerdo de mi abuela.
Acude a mi mente, con asombrosa nitidez, la mañana aquella en que el viejo sillón apareció vacío. ¡Cuán imposible me parecía que pudieran transcurrir las largas horas de aquel día! De esto sí que me acuerdo. Es una de las cosas que no olvidaré jamás.
No he podido olvidar la mañana aquella en que los niños fuimos conducidos a besar la mano de la muerta. Sentíamos miedo; pero alguien nos dijo que, por última vez, teníamos que dar las gracias a la abuelita por todas las alegrías que nos había proporcionado.
Así, fábulas y canciones salieron de aquella mansión encerradas en un ataúd largo y negro, para no volver.
Creo que para nosotros había desaparecido algo de la vida. Era como si se hubiera cerrado la puerta de entrada a un mundo lleno de bellezas y mágicos esplendores, en el que antes nos era dado entrar y salir libremente. Y nadie más supo volver a abrir aquella puerta.
Recuerdo, igualmente, que fuimos aprendiendo poco a poco a jugar con muñecas y juguetes, a vivir como los demás chiquillos, y aquello se me antojaba algo así como si nos olvidáramos de la abuelita, como si no pensáramos más en ella.
Todavía hoy, después de cuarenta años, al coleccionar las leyendas sobre Jesucristo que oí narrar allá lejos, en el mágico Oriente, acude a mi mente, nítida y bella, matizada con los más vivos colores de la realidad, la breve historieta del nacimiento de Jesús que me contó mi abuela. Y siento deseos de contarla de nuevo y añadirla a mi colección.
Era un día de Navidad. Todos salieron para ir a la iglesia, con excepción de la abuelita y yo. Creo que nos quedamos solitas en toda la casa. Nosotras no habíamos podido ir con los demás: una, por demasiado niña; la otra, por demasiado vieja. Y las dos nos hallábamos entristecidas por no poder escuchar las bellas canciones de los maitines ni ver las bonitas luces con que estaría adornada la iglesia aquel día.
Como nos hallábamos solas y en el mayor silencio, la abuelita empezó una de sus narraciones:
–Pues, señor… Érase una vez un hombre que salió de noche en busca de fuego. Iba de casa en casa y, llamando a las puertas, decía: “Buena gente, socorredme; mi mujer acaba de recibir un niño y no tengo fuego para calentar a la madre y al pequeñuelo”.
Pero era tan tarde y la noche tan oscura, que todos dormían y nadie respondía a sus llamadas. El hombre caminaba, caminaba… Por fin divisó a lo lejos el resplandor de una fogata. Allá se encaminó apresurando el paso, y vio que la hoguera brillaba en medio del campo. Multitud de blancas ovejas dormían en torno del fuego y el viejo pastor guardaba el rebaño.
Cuando el hombre que buscaba fuego, llegó cerca de las ovejas, percibió tres enormes perrazos que dormían a los pies del pastor. A su llegada se despertaron los tres y abrieron sus tremendas fauces, como si quisieran ladrar; mas no se oyó ladrido alguno. El hombre vio cómo se les erizaba el pelo del lomo, cómo sus dientes agudos y blanquísimos relucían al resplandor de la hoguera, hasta que se abalanzaron sobre él. Y vio cómo uno de ellos se le lanzaba a la garganta, mordiéndole otro el pie y otro la mano, pero las quijadas y los colmillos de los perros quedaron paralizados y el hombre no sufrió daño alguno.
Entonces el hombre quiso seguir avanzando en busca de lo que necesitaba. Pero las ovejas estaban tan apretadas, lomo contra lomo, que el hombre no podía dar un solo paso. Y no tuvo más remedio que pasar por encima de las ovejas dormidas para poder acercarse a la hoguera. Y ni un solo animal se despertó ni hizo el menor movimiento.
Hasta aquí pudo continuar su cuento la abuelita sin ser interrumpida, pero en ese instante no pude menos que preguntar:
–¿Y por qué no se movieron ni despertaron, abuelita?
–Pronto lo sabrás –me contestó.
Y siguió su narración:
–Cuando el hombre se hallaba ya casi junto a la hoguera, el pastor se despertó. Era ese un hombre malo, duro y sin entrañas. Cuando veía a algún extraño, empuñaba una vara larga y puntiaguda, que usaba cuando apacentaba el ganado, y se la arrojaba con violencia. Y también aquella vez la vara silbó en el aire con dirección al hombre; mas, antes de que hubiera podido tocarle, se desvió y fue a caer lejos, en el campo.
De nuevo interrumpí a la abuelita:
–Abuelita, ¿por qué la vara del pastor no quiso herir al hombre?
Pero la abuelita no se entretuvo en contestarme, y continuó:
–Entonces el hombre se acercó al pastor y le dijo: “Buen amigo, haz el favor de prestarme un poco de fuego; mi mujer acaba de recibir un niño y necesito fuego para calentar un poquito a los dos”. El pastor habría preferido negárselo, pero cuando pensó en que los perros no habían podido causarle mal alguno, que las ovejas no se habían asustado y que la vara no había podido herirlo, sintió cierto temor y no se atrevió a negar al forastero lo que pedía. “Toma todo el que necesites”, le contestó.
Mas el fuego estaba casi consumido. Ya no quedaban troncos ni ramas, sino un gran rescoldo, y el forastero no llevaba pala ni cubo para recoger las ardientes ascuas.
Cuando el pastor se dio cuenta de ello volvió a repetirle: “Llévate todo el que necesites”. Y se regocijaba al pensar que aquel hombre no podría llevarse nada. Pero el hombre se inclinó sobre la hoguera y con sus desnudas manos sacó los carbones encendidos de entre las cenizas y los fue colocando en su capa. Y las ascuas no quemaron ni sus manos ni la tela. Y el hombre se las llevó con la misma facilidad que si hubieran sido nueces o manzanas.
Aquí fue interrumpida la abuelita por tercera vez:
–Abuelita, ¿por qué no quemaban al hombre los carbones?
–Ya lo sabrás –contestó la abuelita.
Y prosiguió el cuento:
–Cuando el pastor, que era muy malo y despiadado, vio aquello empezó a asombrarse. “¿Qué noche será esta en que los perros no muerden, las ovejas no se asustan, las lanzas no matan y el fuego no quema?”, se decía a sí mismo. Y llamando al forastero, le preguntó: “¿Qué noche es esta? ¿A qué se debe que todas las cosas se muestren tan clementes?”.
Y el pobre le contestó: “No puedo decírtelo si tú mismo no lo ves”. Y se dispuso a emprender su camino para encender cuanto antes el fuego que debía calentar a la madre y al hijo.
El pastor pensó que no debía perder de vista a aquel hombre hasta averiguar lo que significaba todo aquello. Y se levantó y lo siguió hasta el lugar donde se detuvo el forastero.
El pastor vio que el hombre no tenía ni una mala cabaña como habitación y que su mujer y el niño se hallaban en una cueva de la montaña, cuyas paredes, desnudas, eran de dura y fría piedra. Al ver que el pobre e inocente niño podría helarse en aquella gruta, se sintió conmovido, y decidió hacer algo por él, no obstante ser de corazón duro. Y del zurrón que llevaba al hombro sacó una suave piel blanca de cordero y se la entregó al forastero, diciéndole que acostase al niño sobre ella. Y en el mismo instante en que demostró que él era capaz también de sentir piedad, se abrieron sus ojos, y vio lo que antes no había podido ver, y oyó lo que no le había sido dado oír.
Vio cómo en torno suyo se agrupaba un gran corro de pequeños angelitos de alas de plata. Cada uno de ellos tenía una lira en la mano, y todos cantaban, con voz armoniosa y potente, que aquella noche había nacido el Redentor, el que redimiría los pecados del mundo.
Y entonces comprendió por qué aquella noche todas las cosas estaban tan contentas que no querían causar el menor daño.
Y no solo en torno suyo, sino por todas partes, veía ángeles el pastor: los veía posados en la gruta, en la montaña y volando por la inmensidad de los cielos. Llegaban en legiones incontables, y al pasar ante la gruta se detenían y contemplaban al Niño.
La Naturaleza toda se hallaba entregada a un júbilo indefinible. Por todas partes resonaban los cánticos de los angelitos juguetones. Todo aquello lo veía y sentía el pastor en medio de las tinieblas y del silencio de la noche, aun cuando poco antes nada había podido percibir. Y su corazón se llenó de tal alegría al ver que sus ojos se habían abierto por fin a la verdad, que cayó de hinojos y dio gracias a Dios.
Cuando la abuelita llegó a este punto, se detuvo y suspiró, diciendo:
–Y todo aquello que el pastor vio lo podemos ver nosotros también si nos hacemos merecedores de ello, pues los ángeles bajan volando desde los cielos cada noche de Navidad.
Y la abuelita colocó su diestra sobre mi cabeza y dijo:
–Acuérdate bien de lo que te he contado, pues es tan cierto como que yo te veo y tú me ves. Para ello no se precisan lámparas ni luces, ni sol ni luna, sino ojos limpios de pecado para poder contemplar la magnificencia del Señor.