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Terremoto

Carlos Marianidis
En medio de su sueño más bonito —un bosque de árboles de colores sobre el que estaba volando como un pájaro—, Umbutu oyó una explosión. Abrió los ojos y vio, a la distancia, el enorme sol rojizo que asomaba en el horizonte. No era posible... ¡Faltaba toda la pared frente a su cuarto! Quiso dormirse otra vez, pero una nueva sacudida lo estremeció. Entonces, miró al costado de su cama y vio, muchos metros más abajo, la calle en la que los autos se chocaban unos a otros.

A toda velocidad, el niño trató de entender dónde estaba. A veces, le pasaba que dormía en casa de algún compañero de la escuela y, al despertar, sentía la confusión de no saber qué hacía allí. Pero no. Esto era diferente. Umbutu sintió vértigo, igual que el pájaro de su sueño. Y, en ese instante, recordó que vivía en un sexto piso.Trató de gritar para llamar a sus padres, pero le ardía la garganta. Y al mirar hacia el dormitorio de ellos, vio las nubes anaranjadas del amanecer ocultas bajo una cortina de polvo.

Desesperado, se aferró a un barrote de la cama. Y cuando la nube gris se disipó, Umbutu descubrió que su hogar era un revoltijo de hierro y pedazos de cemento que colgaban en el vacío. Su casa, su familia, sus juguetes, sus libros de cuentos... ¡todo su mundo había desaparecido! Lloró con un miedo gigantesco, con sus ojos negros muy abiertos. Y así permaneció durante un tiempo que se le hizo eterno.

De pronto, como si fuera un ángel, entre el ruido del metal retorcido y los pedazos de escombro que caían desde pisos más altos, apareció un hombre de uniforme verde y casco rojo. El bombero se estiró hasta el niño, le hizo señas para que lo abrazara y, a toda prisa, bajó con él una interminable escalera que se tambaleaba en ese aire turbio que olía a papel quemado.

Umbutu no quiso mirar hacia abajo. Simplemente, se aferró al cuello de su protector y tembló hasta llegar a tierra firme. Una vez allí, alguien le puso una máscara de oxígeno sobre la cara. El pequeño inspiró profundamente y se quedó dormido.
Horas después, Umbutu despertó por segunda vez en el día. O tal vez en otro día. No lo supo. Al abrir los ojos, observó el cuarto, las paredes adornadas con plantas colgantes, un perro amarillo durmiendo en el suelo junto a un gato blanco... y reconoció enseguida el rostro sonriente de su salvador.

—¡Eu... Pedro! —dijo el bombero, que estaba vestido con pantalón de hilo y camisa floreada—. ¡Eu... Pedro! ¿E vocé...?

Pero Umbutu no sabía portugués.

—Me llamo Pedro —repitió el hombre—. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas? ¿Cuántos años tienes?

Pero Umbutu no sabía español.

En ese momento, entró a la habitación otro hombre aún vestido con el uniforme verde y su casco rojo en la mano. Junto a él, una mujer de lentes gruesas tomaba notas en una carpeta.

—Esta situación es excepcional. ¿Entienden que es una gran responsabilidad? —preguntó la abogada, mirando seriamente a los dos hombres-. La adopción es un asunto muy delicado. Ustedes viven juntos, se quieren mucho, son trabajadores... pero tengo que estar segura de que van a cuidar a este niño como si fuera su propio hijo.

—¡Se lo juro! --suspiró el primero—. ¡Seremos una familia!

—¡Le damos nuestra palabra! —afirmó el segundo—. El chico ha quedado solo en el mundo, necesita dos padres y nosotros deseamos un hijo... ¡Todo encaja a la perfección, como en un rompecabezas! ¿Podría haber una señal más clara?

La mujer meditó por largo rato.

—Bueno... —dijo finalmente—. Confiaré en ustedes. Pero de cualquier manera, voy a pasar a visitarlos con frecuencia, para asegurarme de que todo marche bien... ¿Estamos de acuerdo?

La abogada leyó en voz alta e hizo firmar unos documentos a los dueños de casa. Minutos después, dejó la carpeta sobre la mesa y miró al niño con dulzura.

—¡Yo soy Mariel, amiguito! —susurró y se señaló la mejilla—. Yo... Mariel.

Enseguida, los dos hombres se pusieron frente al niño y se presentaron.

—Yo... Pedro —exclamó el primero, tocándose el pecho con la mano abierta.

—Yo... Rodolfo —sonrió el segundo, mientras hacía lo mismo.

Los hombres y la mujer se quedaron en silencio, contemplando a una criatura indefensa que no terminaba de comprender lo que ocurría. Pero cuando esos tres desconocidos comenzaban a buscar algún otro modo de comunicarse, el niño alzó los ojos hacia ellos y se señaló el corazón.

—¡Umbutu! —dijo a media voz.

Los bomberos se inclinaron hacia él hasta que las tres miradas estuvieron a la misma altura. Luego, Pedro hizo tres movimientos mientras pronunciaba tres palabras.
Primero, se tocó el pecho. Luego, el mentón. Por último, señaló al niño.

—Yo... te... quiero —dijo, mostrándole una enorme sonrisa.

Y así fue que, una vez más, el amor venció al miedo.


De Tejiendo otro nido, Progreso, México, 2011. Puesto en línea en octubre de 2020, con la autorización del autor.