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Triunfo Arciniegas.
Triunfo Arciniegas: "El humor permite decir ciertas cosas, abrir las ventanas que el pudor mantiene cerradas"
Carlos Sánchez LozanoLuego de muchos años de trabajo consecutivo, que comenzaron con la publicación de su primer libro en 1989, Triunfo Arciniegas (Málaga, Colombia, 1957) es un clásico ya de la literatura infantil colombiana, y por ello merece un justo reconocimiento, acompañado de una valoración crítica de su obra literaria para niños.
Best sellers como Las batallas de Rosalino, Los casibandidos que casi se roban el sol, Caperucita roja y otras historias perversas, pero sobre todo las escritas en los últimos años, como Yo, Claudia, La hija del vampiro y el estremecedor El árbol triste, anuncian un Triunfo Arciniegas que se plantea nuevas exigencias estéticas y la búsqueda de una configuración literaria cada vez más depurada.
Reconocido por escribir historias hilarantes, que dialogan intertextualmente con obras clásicas de la literatura infantil, el humor satírico —en muchos sentidos heredero de Swift y de Augusto Monterroso— le ha servido para cuestionar valores y convenciones hipócritas, pero también y fundamentalmente para invitar a los niños —y en general a sus lectores— a encontrar el lado desafiante del lenguaje: “Mi humor es puro veneno. El humor permite decir ciertas cosas, abrir las ventanas que el pudor mantiene cerradas. El humor (no la vulgaridad de cantina) es un ejercicio de la inteligencia”.
Arciniegas es magíster en Literatura por la Universidad Javeriana de Bogotá. Ha ganado el Premio Enka y el Premio Nacional de Literatura. Es profesor y fotógrafo, dirige grupos de teatro para niños y viaja de modo intermitente por América Latina hablando de literatura.
¿Cómo fue la niñez de Triunfo Arciniegas en Málaga y Pamplona?
Desgraciada. No quiero ahondar en las desdichas que vienen con el alcohol y la miseria, pero debo precisar, en primer lugar, que mi niñez, pozo eterno e inagotable, es y seguirá siendo Málaga. Ya era un lector entonces, ya era un solitario y atrapaba pájaros con cauchera y sombrero. Mi niñez terminó precisamente cuando papá decidió que nos fuéramos a vivir a Pamplona. Dejé en Málaga al primer gran amor de mi vida: mi abuela Emperatriz. Qué arrogancia, ¿verdad? Soy Triunfo, nieto de Emperatriz. Ni ella ni yo decidimos nuestros nombres. Ella vivía de lavar ropa ajena, y yo apenas soy un pobre bebedor de relámpagos. Mantuve con mi abuela una relación afectuosa, poética y comercial. Durante la semana memorizaba coplas. Se las declamaba el domingo y ella me enviaba a entregar un traje recién lavado y planchado y con el peso que recibía del dueño entraba al cine. Poesía con poesía se paga. Pero entonces mi papá, con ese corazón de gitano, decidió una vez más que nos íbamos de Málaga. Ya habíamos vivido en Sogamoso, Belencito y Ragonvalia. Me fui a Pamplona por un sendero de lágrimas y comencé a escribirle a mi abuela largas cartas, con ilustraciones, y sin respuesta, por supuesto. Una tía se encargaba de la lectura. Cuando se me agotaba el tema, inventaba. De ahí vengo, de las cartas a mi abuela. Pamplona era entonces más frío que ahora y el viento nos mordía las orejas. Para colmo, llegamos a vivir en la parte alta, detrás del cementerio. Una vez vi enterrar a un pobre sin cajón, en la tierra cruda. Como había llovido, al caer en el hueco, el cuerpo salpicó a los presentes. En esa atmósfera desolada, ante las montañas peladas y sin un solo amigo, me refugié en la lectura de los libros y pronto empecé a escribirlos. En los primeros años todavía atrapaba golondrinas.
¿Fueron sus padres o hubo algún profesor o profesora que lo estimulara a leer y escribir literatura?
Soy hijo de herrero, y en casa de herrero escritor de palo. No hay antecedentes literarios en mi familia. Mis abuelos fueron analfabetos, mis padres no terminaron la educación primaria. Mamá leía, papá no. Mi madre incluso vendió algunos de mis primeros libros. Era tan buena con el negocio que duplicaba el precio y tenía que hacerle reclamos para no pasar por ladrón en su círculo de clientes. Lástima que se hubiese ido tan pronto al más allá. A estas alturas ya hubiéramos hecho una pequeña fortuna. Por ahí dicen que la felicidad está en las cosas pequeñas. Un pequeño yate, un pequeño castillo, un pequeño viaje a París, un pequeño harén. Fui el primero de la familia que asistió a la universidad. En Pamplona y luego en Bogotá. En la Escuela Normal tuve dos profesores muy distintos, contradictorios y complementarios, que me marcaron para siempre: Elio Buitrago y Gabriel Suárez. Elio era milimétrico, ordenado, pedagógico hasta la saciedad. Y Gabriel, desordenado, caótico, maravilloso. Siempre llevaba un libro en el bolsillo de la chaqueta. De pronto, como por arte de magia, lo abría y nos leía un párrafo. Una vez leyó: “Hoy ha muerto mamá”. Alguna vez, frente al tablero y con la tiza en el aire, se volteó hacia nosotros para preguntar si Ernest se escribía con o sin h. Se refería, por supuesto, a Ernest Hemingway. Ese día, en ese instante, comenzó una de las pasiones de mi vida. Con el profe Gabriel supe de otros grandes autores que todavía me acompañan: Kafka, Moravia, Neruda, Camus, Flaubert. El profe Gabriel elaboró el pedido para la biblioteca de la Escuela Normal y de ese banquete bebí durante años. Los libros venían de Argentina y eran publicados por Losada. En los mercados de pulgas y en las librerías de viejo los sigo buscando como perro hambriento. Tengo cuatro cotos de caza que recomiendo: el mercado de pulgas y la carrera Séptima en el centro de Bogotá, la calle Donceles de Ciudad de México, la calle Corrientes de Buenos Aires y debajo de un puente en Caracas, donde se cruzan las avenidas Fuerzas Armadas y Urdaneta.
Triunfo es egresado de literatura de la Universidad Javeriana durante la década del 1980. ¿Cómo fueron aquellos años?
Yo era el único alumno a quien los vigilantes le pedían documentos. Supongo que me confundían con un ratero. Con esa pinta de pobre, con esos zapatos rotos, y como todo lo del pobre es robado. Pasar por la Javeriana vale la pena tan solo por ver a las muchachas. Me quedaba horas contemplándolas. Tuve la suerte de encontrar profesores maravillosos: Fernando Charry Lara, Otto Ricardo, Marino Troncoso, Cristo Figueroa, Luz Mery Giraldo, Fabio Jurado y Monserrat Ordóñez, entre otros. Los lunes, de seis a ocho, Charry Lara nos daba una clase sobre Pablo Neruda en un salón de un segundo piso con ventanales sobre la Séptima. Qué delicia, qué absoluta delicia. Oía al poeta mientras caía la tarde, y luego caminaba, como entre sueños, hasta mi casa en La Candelaria. Disfruté de la Javeriana, pero no fui muy buen alumno. Me interesaba mucho más la experiencia de vivir en Bogotá. A veces iba a la Javeriana a buscar una muchacha que me acompañara al cine. Puedo decirlo ahora que ya no está entre nosotros: uno de mis ángeles de la guarda, el padre Marino Troncoso, inventó para mí la beca Fumio Ito.
¿Y de sus lecturas? ¿Los libros de su biblioteca que relee cuáles son? ¿Qué libro lleva a todas partes?
Tengo una casa de cinco habitaciones repleta de libros. La mayoría de esos libros van a quedarse sin leer. Con buen ritmo, con disciplina, uno se lee ciento veinte libros al año, pero el ritmo de adquisición es mayor. Y apenas hablamos de primeras lecturas. He leído cinco o seis veces Cien años de soledad, siete o nueve veces El coronel no tiene quien le escriba, siete veces Madame Bovary, tres veces Rosario Tijeras, no sé cuántas Pedro Páramo. De otros, como los cuentos de Hemingway y Rubem Fonseca, Cortázar y Rulfo, Borges, Chéjov y Carver, Capote y Bukowski, no llevo cuentas. Durante años viajé con mi primer libro, un libro de oraciones que me regaló mi abuela Candelaria cuando aún no sabía leer, pero se maltrató más de la cuenta y decidí guardarlo en la caja de los tesoros. Nunca viajo sin un libro, no solo para salvar las horas muertas, sino por asuntos de buena suerte. Para mi último viaje por Caracas, Buenos Aires y Montevideo, escogí Sauce ciego, mujer dormida, de Haruki Murakami. Lo primero que hago al llegar a una ciudad es esculcar sus librerías. A menudo vuelvo a casa sin haber terminado el libro con el que salí: me entretienen otros tesoros. La novedad, como con las mujeres, me resulta irresistible. Compré veinte títulos en Caracas, casi setenta en Buenos Aires y cinco en Montevideo. Los veinte los dejé en casa de un amigo, los setenta los despaché por correo y los cinco los acomodé en el equipaje. Para hablar con exactitud, volviendo al tema del libro como talismán, de Pamplona a Caracas fui con Sauce ciego, mujer dormida, que cambié por Los detectives salvajes de Caracas a Buenos Aires, y de Buenos Aires a Montevideo ya estaba con una biografía de Neruda. Para el regreso, escogí la obra completa de Idea Vilariño. Es evidente: soy un lector infiel. ¿Por qué nos concedieron tantos libros y una vida tan corta?
Tantos años de trabajo lo han llevado a la madurez creativa, que no es otra cosa que un compromiso con la tradición literaria y la palabra viva. ¿Qué sigue? ¿En qué proyectos trabaja?
Lo dije en público hace como veinte años: quiero escribir para niños de cuatro años. Hasta ahora lo estoy logrando. Cada vez escribo libros con menos palabras. Incluso tengo tres títulos inéditos sin una sola palabra. No sé si eso es posible: un escritor sin palabras. Es decir, libros de imágenes. Porque la ilustración es otra de mis pasiones. Las batallas de Rosalino, publicado por Alfaguara, va con ilustraciones mías. Reconozco que hay una falla grande con este libro: parece ilustrado por tres o cuatro personas, pues es un trabajo de aprendizaje de muchos años. Ya lo remedié en otro libro, Roberto está loco, donde me atreví con el color. Hice las acuarelas, las fotografié con cámara digital y las trabajé luego en el computador. Tuve que hacer el trabajo tres veces e incluso sacrifiqué unas vacaciones en México: en vez de vagabundear por Acapulco, Cuernavaca y Veracruz, me encerré en un apartamento de Coyoacán a trabajar como loco. Y hay otro libro que está por salir, María Pepitas, donde experimenté con acuarela y tinta y no recurrí al computador. Me pasé al acrílico en otro libro que acabé hace poco. Espero que cada vez pueda hacerlo mejor. A los noventa años voy a ser un asombroso ilustrador. Quiero decir, será un asombro que pueda ilustrar a los noventa.
Las batallas de Rosalino (1989) está en el grupo de obras que da inicio a la moderna literatura infantil y juvenil en Colombia. ¿Cómo fue la génesis de este libro?
Hice veintidós versiones de ese libro durante doce o catorce años. La primera versión la escribí en más o menos treinta horas en un barrio del sur de Bogotá, en 1988. Presenté al Premio Enka la tercera versión y seguí trabajando como si nada. Cuando me anunciaron el premio, ya tenía otra versión y, como estuve al cuidado de la edición, publiqué la quinta o sexta. Alfaguara publicó en 2002 la edición definitiva. Aunque no parece, Las batallas de Rosalino es cosecha bogotana. En 1988 vivía en Meissen, en un restaurante. Los dueños habían viajado al Tolima y quedé como el hombre de la casa. Cierta noche la hija y la sobrina de los dueños subieron a despertarme a mi cuarto porque habían oído ruidos y los perros estaban ladrando con desesperación. Tomé una escoba y, seguido por las muchachas, revisé toda la casa, diciéndome en voz baja: “Que no haya nadie, que no haya nadie”. No había nadie y puedo contar el cuento. Para pasar el susto, amanecimos conversando en la sala. Cuando llegaron las mujeres que atendían la cocina, se sorprendieron al vernos en plena visita. Las doncellas se fueron a dormir y yo subí a mi cuarto y empecé a escribir Las batallas de Rosalino. El año anterior, en Pamplona, había fallado: un par de páginas se fueron a la basura. La idea de la novela surgió de los bigotes de un profesor de Pamplona y se concretó el día que supe su nombre: Rosalino Pacheco. En la versión de Enka su apellido es Mendoza, pero en la definitiva recuperó el propio. Volviendo al cuento, para terminar de pasar el susto, trabajé todo el día, la noche entera y parte de la mañana siguiente. Luego, una de las doncellas me dijo que había dormido muy tranquila oyendo el rumor de mi máquina de escribir, sin saber que mi cuerpo estaba ahí, tecleando, pero mi espíritu vagaba por otros territorios. Los ladrones hubieran podido leer la historia por encima de mi hombro y no me hubiera dado cuenta.
El árbol triste indica un punto de giro en la obra de Arciniegas. Ya no hay humor, sino una reflexión realista durísima sobre la guerra, y en especial sobre la guerra en Colombia.
Estoy enfrentando otros temas. Quiero escribir sobre el dolor, la vejez, la soledad, la muerte. Asuntos fundamentales, verdades ineludibles, preguntas eternas. Todo esto también es la vida. No creo que debamos mantener a nuestros niños en un corralito de piedra, con una literatura rosa, falsa y mentirosa. De todos modos, ellos no son para nada inocentes, como suelen creer los adultos. Ellos saben, y a menudo más que nosotros. La guerra es parte de nuestra miserable vida cotidiana. Es uno más de los asuntos de la realidad del país del Sangrado Corazón. Desde el principio de los tiempos el hombre se enfrenta a muerte con el mismo hombre. Esa criatura tan maravillosa, tan llena de magia y poesía, es también capaz de las cosas más horribles. Fíjese bien, Colombia es un país católico, dedicado al Sagrado Corazón, y presenta al mundo semejante cosecha de muertos. Aquí los asesinatos se dan al por mayor. Los sicarios invocan a la Virgen para que les afine la puntería. Se sabe de personajes con cien, doscientos o más muertos encima, que en el peor de los casos pagarán condenas ridículas y seguirán tan campantes, disfrutando de los bienes ajenos, mientras los pobres muertos siguen muertos y las viudas y los huérfanos se retuercen por siempre en la casa del dolor. El historiador Jorge Orlando Melo calcula que en los últimos cincuenta años han sido asesinadas en Colombia 709.000 personas. Y no los contó a todos. El mismo historiador considera que es probable que en esas cuentas no figuren las víctimas enterradas en fosas comunes y las arrojadas a los ríos. ¿Y si el cálculo arrancara desde el año sangriento de 1948? Nuestro himno nacional dice que cesó la horrible noche y el bien germina ya, cuando en realidad el rancho sigue ardiendo. Nos ponemos la mano en el pecho para cantar mentiras. No recuerdo a quién le oí esta frase: “Pobrecitas las mujeres, nos estamos quedando sin hombres”. ¿De dónde sacan ese cuento de que somos uno de los países más felices del mundo? Nadie es feliz en peligro de muerte. ¿Quiénes hacen las encuestas y a quién demonios le preguntan? ¿Por qué García Márquez, a quien admiro y respeto, dijo que Colombia es el mejor vividero del mundo? Sin embargo, Gabito no vive en Colombia y cuando nos visita requiere de guardaespaldas. ¿Será que confundimos la parranda con la felicidad? Somos parranderos, afectuosos, tercos. Nos mantenemos a pesar de las adversidades. Falseamos la realidad con palabras. La falsea el gobierno, en primer lugar. A la guerra le dicen “conflicto”, a los secuestrados los confunden con “retenidos” y a los desplazados los denominan “migrantes”. Terminarán por confundirlos con turistas. No se trata de un vicio exclusivo. En otras partes hablan de “fuego amigo”, “misiles inteligentes” y “guerra preventiva”. Desde hace unos veinte años, en Colombia, a los vagabundos, esos pobres infelices que no tienen techo y que pasan el día buscando un pan para saciar las tripas, los identifican con una palabra asquerosa: “desechables”. Es decir, eliminables. Es decir, y se ha hecho, que cualquier hijo de perra puede salir una noche de estas a matarlos. La operación se denomina “limpieza social”. La operación abarca otros “objetivos”, por supuesto, depende del hijo de perra que la practique.
Usted ha ganado cinco premios de literatura infantil, desde el Enka (1989) y el Comfamiliar del Atlántico (1991) al Premio Nacional de Literatura en Narrativa (1993) y en Dramaturgia (1999) y el Parker (2003). ¿Qué opina de los premios?
Lo único malo de los premios es no ganárselos. Como con las mujeres: lo peor es no tenerlas. ¿Para qué sirven? Para los dulces y para darse a conocer, entre otras cosas. Con el Enka compré el María Moliner y parte de mi primer computador. Con uno de los Premios Nacionales me compré la mitad de una casa, y con otro la mitad de otra. El Parker me ayudó a conseguir un carro. Exagerando, diría que sin los premios todavía viviría arrendado y sin el más maravilloso de los diccionarios, escribiría en mi antigua máquina de palo y seguiría de peatón. Tengo una vida más cómoda y produzco más. No creo en la idea romántica y absurda de que el artista tiene que ser un muerto de hambre o un alcohólico o un loco o un drogadicto. Hay que trabajar como un burro, con seriedad y disciplina, y sin la garantía de alcanzar la orilla de la dicha.
Y en cuanto a la segunda parte de la pregunta, es evidente que el conocimiento que me dio la escuela de los chicos facilitó la tarea al editor, y no lo digo en términos pedagógicos o didácticos —ese componente perverso de la edición de libros infantiles—, sino en términos de intereses lectores. La otra faceta, la de escribir, procuré en todo momento que no interfiriera con mi trabajo editorial, separando de manera escrupulosa mi trabajo real, el de editor, de mi pasión, la escritura.
Triunfo Arciniegas nació en 1957 en Málaga, Santander, Colombia. Es licenciado en Literatura de la Universidad Javeriana de Bogotá. Su bibliografía incluye, entre otros, los siguientes títulos de narrativa para niños y jóvenes: El león que escribía cartas de amor, Las batallas de Rosalino (Premio Enka 1989), Los casibandidos que casi roban el sol, Caperucita Roja y otras historias perversas, La muchacha de Transilvania (Premio Nacional Colcultura, 1993), Serafín es un diablo, El Superburro y otros héroes, El árbol triste, La hija del vampiro, Carmela toda la vida, Yo, Claudia y Roberto está loco. Es autor también de obras de teatro como La vaca de Octavio, La araña sube al monte, El pirata de la pata de palo, Lucy es pecosa, Mambrú se fue a la guerra, Torcuato es un león viejo (Premio Nacional de Dramaturgia para la Niñez, 1998), Amores eternos y La ventana y la bruja.