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Ilustración de Kay Nielsen para 'Fairy Tales', de Hans Christian Andersen. New York: Viking Press, 1981.
El poeta de las pequeñas cosas
¿Cuál es su secreto? ¿Por qué misterioso motivo, más de 150 años después de su primera edición, los relatos de Hans Christian Andersen siguen atrapando la atención de los niños y de los adultos? ¿Por qué despiertan en ellos disímiles estados de ánimo, suscitan diferentes connotaciones? Historias como “El patito feo”, “El traje nuevo del emperador”, “La reina de las nieves”, “Los cisnes salvajes” y “La pastora y el deshollinador” han devenido clásicos universales.
En su conocido ensayo Los libros, los niños y los hombres, el autor francés Paul Hazard señala: “Si hubiera que elegir al príncipe de los escritores de la infancia, yo votaría por Hans Christian Andersen”; y añade: “Andersen es el príncipe, el rey, porque en el reducido marco de los cuyentos hizo entrar el múltiple decorado del Universo: nada es excesivo para los niños; porque nadie como él ha sabido penetrar en el alma de los seres y de las cosas”. Y concluye con una rotunda aseveración: “Al terminar la lectura de los cuentos de Andersen, no se es la misma persona que al abrir el libro”.
Junto a las aguas del Báltico, en Odense, vino al mundo Andersen en 1805. Su padre era un zapatero de tan humilde condición que, según cuentan, se vio precisado a fabricar su lecho matrimonial utilizando las maderas de un túmulo mortuorio. La infancia de Andersen estuvo llena de miseria, de tristeza, de dolor; pero el niño soñaba con una vida diferente y por esa razón marchó a Copenhague, recién cumplidos los 14 años, con la voluntad de estudiar y triunfar en el mundo de las artes. El oficio de sastre, que le había deparado su familia, no satisfacía sus aspiraciones: él deseaba ser bailarín, cantante o actor. Flaco, desgarbado, narizón, era la burla de sus condiscípulos cuando —con la ayuda de algunos aristócratas que vislumbraron su talento— consiguió estudiar. Pero no estaba en el teatro, ni en la ópera ni en la danza el futuro de Andersen, sino en las letras. Así lo descubrió y se entregó a la tarea de probar fortuna como autor.
Una tras otra fueron publicadas sus obras: colecciones de versos, novelas, piezas dramáticas, crónicas de viajes... Pero el éxito con mayúsculas no llegaba. Y no apareció hasta que Andersen tuvo la idea de escribir sus primeros cuentos para niños, que editó en 1835. Su fama rápidamente trascendió las fronteras danesas y se convirtió en un verdadero ídolo de los lectores europeos, por lo que sus viajes por las cortes no dejaron de sucederse desde entonces.
El lirismo es uno de los rasgos más acentuados en los cuentos de Andersen, así como la voluntad de representar las virtudes y los defectos del ser humano. Sus narraciones reproducen el pulso de la vida que transcurre entre penas y alegrías, entre derrotas y triunfos. Con frecuencia los protagonistas de sus relatos son seres sencillos y el universo en que se mueven resulta, muchas veces cotidiano, anodino; y aun cuando se desenvuelvan en lugares fastuosos (palacios, grandes casas burguesas), nunca pierden su sencillez, esa transparencia que los distingue. Es el poeta, con su aguda mirada, quien rescata a esos personajes y les busca no un destino heroico, sino digno, cuya experiencia pueda ser constatada con la del lector para revelarle claves y secretos relacionados con su propia existencia. Las criaturas de Andersen buscan, dentro de sí mismas, las fuerzas para alcanzar su realización individual, su destino.
La obra de este autor es un canto a la singularidad de cada ser, a la utilidad que corresponde a todo lo que nos rodea, a la función que cumple el más mínimo objeto, el animal más pequeño, el ser humano más pobre e indefenso, en el concierto de la vida. Si bien la magia está presente en muchos de sus cuentos, no suple la inteligencia ni la sensibilidad de los personajes; su misión es otra: revelarnos una nueva perspectiva del mundo, donde la fantasía despierta y anima todo lo existente.
De las actitudes asumidas por los personajes de Andersen, consecuentes o contradictorias, acertadas o no, emana una luminosidad que permite al lector (infantil o adulto) deducir una rica enseñanza que está implícita, entretejida en lo narrado. Y es que Andersen no transita por el trillado camino de la lección disfrazada de arte: en sus creaciones reta la inteligencia de los lectores, aviva su emotividad, invita a desentrañar la naturaleza ética de los textos sin que ésta entorpezca el disfrute de los valores estéticos.
Andersen murió en 1875, a los 70 años de edad, mimado por los lectores de las más diversas latitudes. En su autobiografía, titulada El cuento de mi vida, había escrito: “La vida es la más maravillosa de las aventuras”. El desmañado “patito feo” que había llegado a Odense tímido e ignorante, y que tantas burlas había despertado entre sus compañeros de escuela y maestros, terminó convirtiéndose en vigoroso cisne: en la figura mayor de la literatura infantil de su patria.
Artículo puesto en línea en octubre de 2000.