Fanuel Hanán Díaz en la Academia Venezolana de la Lengua.
  • Fanuel Hanán Díaz en la Academia Venezolana de la Lengua.

El lenguaje olvidado de la infancia

Fanuel Hanán Diaz
Buenos días a todos los que hoy me acompañan en este acto de incorporación a la Academia Venezolana de la Lengua. Me alegra ver tantas caras conocidas, de personas que han tenido una incidencia para que yo me encuentre ahora en este podio de tanto prestigio para las letras. Quiero agradecer especialmente la presencia de mi familia, de José Gregorio Toro y de D. Horacio Biord Castillo que han sido acompañantes fundamentales para alcanzar este reconocimiento. 

Desde hace más de treinta años me dedico a la investigación y estudio de la literatura infantil y juvenil. De hecho, cuando me preguntan si soy escritor o especialista o profesor o editor siempre aclaro que sí, que soy todas esas cosas, pero que principalmente me defino como investigador. La investigación es un oficio solitario, que requiere mucho tiempo de dedicación y sobre todo rigor. Estar horas escudriñando por cuenta propia, dedicar mucho del tiempo libre, sábados, domingos, para avanzar en proyectos de estudio sin el amparo de una universidad o institución es lo que he hecho gran parte de mi vida. Es lo que en inglés se llama independente scholar. Y celebro que la Academia haya tenido la generosidad de incluir un perfil como el mío para formar parte de este cónclave porque alienta el trabajo de personas como yo que hacemos una labor que muchas veces pasa desapercibida. Pero, principalmente porque otorga un espaldarazo a la literatura infantil y juvenil en un ámbito tan formal de la lengua española.


Quiero viajar por un momento a un territorio muy personal, mis recuerdos de infancia. Como dice Paul Auster: “la memoria es un lugar real que podemos visitar”. Vívidas imágenes me sorprenden, mi padre lector impenitente quien todas las noches sin falta tomaba un libro para leer a la luz de una lámpara; la casa colonial donde pasé parte de mi niñez con un patio lleno de árboles frutales y pájaros y ensoñaciones; las historias de entierros con botijas de morocotas que se contaban en la familia; la hacienda en Turén donde pasábamos las vacaciones y sin saberlo donde de manera intuitiva me llené de las experiencias más potentes del realismo mágico… todos hemos configurado un recuerdo de esa geografía particular que en algún momento habitamos y que dejamos atrás sin darnos cuenta. 

En nuestro mundo hay una tribu semisalvaje muy especial, muy antigua y ampliamente extendida, a la que antropólogos e historiadores sí le han comenzado a prestar atención recientemente. Todos nosotros hemos pertenecido a esta tribu; hemos conocido sus costumbres, sus hábitos y sus ritos, su folklore y sus textos sagrados. Me estoy refiriendo a los niños. Sin embargo, estos textos sagrados de la infancia no siempre son los que recomiendan los mayores, según descubrí muy pronto.

De este modo comienza No se lo cuentes a los mayores, un perspicaz ensayo de la profesora estadounidense Alison Lurie, donde describe esa indómita comunidad de la que hemos formado parte, quizás ahora desdibujada en nuestra memoria. En esa geografía, lejana, libre y extravagante, todos sus habitantes se comunican con un lenguaje particular, desarticulado a veces, ilógico otras tantas, aunque siempre marcado por el sentido del ritmo, por las reglas del juego y el sinsentido. Desde distintas disciplinas se ha demostrado que el habla de la infancia es profundamente diferente del de los adultos. De ese lenguaje y de su erosión quisiera hablarles.

En el vientre materno, después de las 24 semanas el bebé puede escuchar los sonidos de su entorno, las voces que llegan amortiguadas por el líquido amniótico, pero más claramente los movimientos del cuerpo de su madre. Los latidos del corazón con su ciclo que alterna diástole y sístole le resultan un sonido familiar y cercano que encontrará eco en las canciones de cuna que escuchará cuando ingrese al mundo. 
 
Dormite, mi niño
que estás en la cuna,
que no hay mazamorra
ni leche ninguna.

Dormite, mi niño
que estás en la hamaca,
que no hay mazamorra, 
ni leche de vaca. 

Patrón binario que también se traslada a las nanas literarias como este "Canto para dormir a un negrito" del cubano Emilio Ballagas.
 
Dórmiti mi nengre,
dórmiti ningrito.
Caimito y merengue,
merengue y caimito.

Dórmiti mi nengre,
mi nengre bonito.
¡Diente de merengue,
bemba de caimito!

Cuando tu sia glandi
vá a sé bosiador…
Nengre de mi vida,
nengre de mi amor…

(Mi chiviricoqui,
chiviricocó....
¡Yo gualda pa ti
tajá de melón!)
 
La tradición oral, que nutre el habla primordial de la infancia, abunda en textos que están impregnados de la candencia oculta del cuerpo, ritmos que moldean una relación biológica y ancestral con el lenguaje. Así se construyen las primeras canciones que cantamos, las primeras retahílas, sobre una estructura tonal que heredamos de un ADN mucho más antiguo que el lenguaje.

Acudo nuevamente a mis memorias de infancia para recordar una tonada que cantábamos con regocijo, sin percatarnos de su sentido machista ni de su relación inconexa entre las escenas, pero sí encantados por su estribillo que a manera de eco repetía las sílabas finales en cada estrofa. 

El cacique Guaicaipuro puro puro puro,
ha matado a su mujer jer jer jer,
porque no le dio dinero nero nero nero
para irse, para irse en el tren tren tren.

En el tren había un vieja vieja vieja
que tenía un lorito rito rito rito
y el lorito iba diciendo ciendo ciendo ciendo,
viva España Venezuela y viva yo también,
viva España Venezuela y viva yo también”. 

El orden de la repetición es una esencia que destilan esos “textos sagrados” de la infancia, sus construcciones fónicas que van retozando como una marea subterránea e  hipnotizan por el puro placer de seducir el oído, para recordarnos que somos un tejido de ritmos.  El de nuestro propio cuerpo, el de la vida y el del cosmos, más allá de nuestra conciencia. 

Otra ley que sostiene el habla de la infancia es el juego. Como señala el filósofo holandés Johan Huzinga en su  magistral ensayo Homo ludens, la cultura está atravesada por el juego, pulsión que es común en los seres humanos y los animales, es una actividad que tiene sus propias reglas, su tiempo suspendido y su libertad. Todo en la cultura tiene que ver con el juego: el mito, la religión, la fiesta, el culto, el deporte, el lenguaje… incluso la guerra. Desde la mirada del adulto parece intrascendente el universo lúdico en el que está sumido el niño, pero que es vital como estrategia para acercarse a muchas experiencias que serán parte de su mundo como adulto.

En sus acercamientos a la psicología de la primera infancia, la catedrática Alison Gopnik retoma  investigaciones de la antropología biológica que  se preguntan acerca de por qué la infancia en el ser humano es tan larga, a diferencia de otras especies de primates que alcanzan la madurez tempranamente. La infancia humana es prolongada, alcanzamos tardíamente la maduración sexual y la regulación emocional. En parte esta condición explica el trance que nos sumerge en la niñez en esa natural burbuja en la que la fantasía convive de forma natural con la realidad,  en la que practicamos  distintos juegos de roles, y por supuesto jugamos con las palabras, la materia prima del lenguaje.

Nuevamente me sumerjo en el territorio de mi propia infancia para rememorar la fuerza mágica de las palabras, el poder mismo curativo de ciertas salmos en los ritos de nuestra infancia, Sana, sana colita de rana, sino sanas hoy sanarás mañana… o el conjuro que evocábamos cuando creíamos que teníamos el poder de invocar la lluvia: 

Que llueva que llueva 
la vieja está en la cueva, 
los pajaritos cantan, 
la nubes se levantan 
que sí, que no, 
que caiga un chaparrón.
 
 Y como si nunca los hubiésemos escuchado, recitábamos entre nosotros lo habitantes de ese territorio compartido, textos que encontraban sentido en cada nueva repetición. 

–Papá, mamá,
Pepito me quiere pegar.
–¿Por qué?
–Por nada
–Por algo será.
–Por un pan,
por un tomate,
por una torta de chocolate.

O el estribillo jocoso de esta composición, que nos hacía evocar la imagen de una tragedia que terminaba en risotada:

Una vieja mató un gato
con la punta del zapato
pobre vieja, pobre gato
pobre punta del zapato.

Esta propensión al juego que impregna los textos de la infancia, ha sido base para la consolidación de muchos experimentos creativos. Apenas terminada la primera guerra mundial en el cabaret Voltaire, en Zurich, se firma el manifiesto de una escuela de vanguardia que se autoproclama como antiarte. Los dadaístas, que así decidieron llamarse, toman su nombre de Dadá, una palabra escogida al azar en un diccionario y que tiene que ver con un juego del lenguaje infantil. El poeta Tristan Tzará escribe un poema irónico que revela esos nuevos caminos irracionales que asumen como consigna de la creación:

Coja un periódico.
Coja unas tijeras.
Escoja en el periódico un artículo de la longitud que cuenta
darle a su poema.
Recorte el artículo.
Recorte en seguida con cuidado cada una de las palabras que
forman el artículo y métalas en una bolsa.
Agítela suavemente.
Ahora saque cada recorte uno tras otro.
Copie concienzudamente
en el orden en que hayan salido de la bolsa.
El poema se parecerá a usted.
Y es usted un escritor infinitamente original y de una
sensibilidad hechizante, aunque incomprendida del vulgo.

El absurdo, el sinsentido es otro de los rasgos que identifican con fuerza ese idioma particular de la infancia. En la tradición inglesa el "Jabberwocky" de Lewis Carroll, que aparece en Alicia a través del espejo, está considerado como el poema absurdo más importante de la literatura inglesa. Leo la traducción de su primera estrofa:

Brillaba, brumeando negro, el sol;
agiliscosos giroscaban los limazones
banerrando por las váparas lejanas;
mimosos se fruncían los borogobios
mientras el momio rantas murgiflaba.

En su incursión por el país del espejo, Alicia se detiene a leer este poema en un libro encontrado en el universo invertido, confundida comenta luego de haberlo leído:

–Parece muy bonito –dijo cuando terminó de leerlo–, ¡pero es algo difícil de entender! –(Es que no quería confesar, incluso a sí misma, que no había entendido nada en absoluto.)– De alguna manera, parece llenar mi cabeza de ideas, ¡solo que no sé exactamente qué son!

Palabras que derivan de combinaciones azarosas, que exploran sentidos, que dinamitan la lógica racional,  construyen formas híbridas y recrean patrones fónicos incongruentes. Ellas son la materia prima del lenguaje que comunica a los habitantes de la infancia. Galimatías dirán algunos, un término de interesante etimología que hemos tomado del francés para referirnos al lenguaje confuso y poco claro. O jerigonza como se describe el mecanismo lúdico donde se intercambian sílabas para inventar un código de comunicación propio, como el idioma del cuti o las frases donde intercalábamos una consonante, para comunicarnos en clave:

–¿Vapa mopos apa jupu garpa?
–Sípi.

¿Quién de nosotros no recuerda alguna de esta formas escamoteadas del leguaje que nos hicieron felices en la infancia? Tan legítimas que han abonado fascinantes mecanismos de creación para la literatura adulta, como las jitanjáforas de la poesía de vanguardia latinoamericana, el creacionismo de Vicente Huidobro o el gíglico creado por Julio Cortázar en su novela Rayuela.

Muchas formas del lenguaje infantil desarticulan la lógica por el placer de experimentar otros sentidos, de construir un mundo propio, y también de crear significado. Porque construir sentido adquiere, durante esta etapa de la vida, otras dimensiones, más elásticas, inacabadas, prometedoras. Disrupción permanente, una disposición natural que inexplicablemente abandonamos al cruzar las fronteras hacia el mundo reglado.

Ene, tene, tú
cape, nane, nú
tiza, fá
tumba, lá
es, tis, tos, tus
para que la lleves tú.

Las palabras, materia informe y poderosa que nos permiten construir y nombrar el mundo, adquieren en este país de los niños un valor distinto, inmensamente distinto, sonsonetes que no tienen significado en una lectura superficial, porque solo se revela a niveles más profundos y en contextos de comunicación. Paradójicamente, la palabra infancia proviene del latín infans, que literalmente quiere decir “incapaz de hablar”. Quizás porque aún el niño no se expone al habla pública o no se expresa de una manera completamente inteligible. Resulta curioso que este período germinal de la vida del ser humano se defina por el dominio del lenguaje estructurado. 

Hoy las llamadas infancias conviven en entornos muy distintos. Expuestas a las nuevas tecnologías desde edades tempranas, se involucran con otros códigos, las imágenes cobran protagonismo, el alfabeto de los emoticones resulta más práctico y la interacción, el uso de los dedos y las manos, es imprescindible para mantener contacto con las pantallas táctiles. Nuevos contextos sociales acentúan el aislamiento de los niños, que cada vez más han perdido el espacio de lo público y la capacidad para socializar con otros miembros de su propia tribu. Ya resulta extraño y hasta exótico ese lenguaje primordial de la oralidad, con sus cadencias rítmicas, sus retruécanos y sus disparates. 

Estamos asistiendo a un proceso vertiginoso de desintegración. Para los lectores niños de hoy, aislados y altamente tecnologizados, los textos de la tradición oral son como si se enfrentaran a una obra escrita en el español de Cervantes. 

Hablar del español de Cervantes, por cierto, me detona otro viaje al país de mi infancia, en esa hacienda del realismo mágico donde solíamos pasar las vacaciones.  Recuerdo un galpón inmenso y destartalado donde estaba el gallinero y donde se hacían las arepas a leña en un budare enorme. Allí,  Cista, una señora ya vieja que vivía en un cuartucho y que mascaba chimó, hablaba un español lleno de arcaísmos: agora, mesmo, naiden y colorao. 
Y como decía, en el lenguaje de las nuevas infancias ya casi resultan extintas muchas formas de la oralidad que nos eran familiares y que aprendimos porque otros habitantes de ese país ignoto nos legaron, como un tesoro vivo que luego nosotros heredamos. 

Quizás, como en Macondo, la peste del olvido se haya expandido como un virus en las nuevas generaciones y haya que recordar las palabras con las que damos los nombres a las cosas, o tal vez como ocurre en otros lugares del planeta, el idioma de la infancia está desapareciendo junto con otras lenguas aborígenes en el mundo.

Algunos textos han quedado registrados como curiosidades folclóricas, como esta fórmula de juego que usaban los niños de principio del siglo XX en Argentina:

Apetén sembréi
tucumán lenyí
mamamí surtí
buri vú carchéi.

En nuestro mundo adulto ese lenguaje emerge rara vez en las evocaciones que algunos viajes a la memoria nos suscitan. Y en las nuevas comarcas de la niñez está sucumbiendo como el reino de Fantasía devorado por la Nada de La historia interminable de Michael Ende. Somos seres de palabras, acumulamos una memoria genética que corre el riesgo de extraviarse si no existen nuevos hablantes que transfieran ese saber antiguo y desconocido. 
Confío en que aún haya tiempo para rescatar del olvido ese lenguaje de la infancia. 

Muchas gracias. 

(Discurso de ingreso a la Academia Venezolana de la Lengua, Caracas, 22 de noviembre de 2023).