'No soy un gángster, soy un promotor de lectura', de Luis Bernardo Yepes Osorio. Bogotá: Panamericana Editorial.
  • 'No soy un gángster, soy un promotor de lectura', de Luis Bernardo Yepes Osorio. Bogotá: Panamericana Editorial.

No soy un gánster, soy un promotor de lectura

Luis Bernardo Yepes Osorio

Biografia 

yo me llamo Santiago Velásques y tengo ocho años mi papá se llama Raúl Velásques Valencia y mi mamá Claudia Marcela Yepes y tengo un hermanito que se llama Raul Alejandro Velasques Yepes
mi papá trabaja en una escuela y mi mamá es vendedora
mi hermanito tiene 13 años
yo cumplo en mayo 12 y cuando sea grande quiero ser veterinario
vivo con mi papá mi mamá y mi hermanito
me gusta ir a pisina y jugar futbol
mi hermanito estudia en el colegio militar
y mi color favorito es el verde y no me gusta la sopa de espinacas y me gusta mucho la carne y estoy en cuarto de primaria me gusta mucho estudiar y nunca he perdido años
el colegio donde yo estudio
se llama Alizardi montoya Antes yo estudiaba en
el colegio integrado sabaneta y mi tio trabaja
en Comfenalco

Biografí­a de Santiago Velásquez hecha como ejercicio escolar y descubierta por su madre. Entregada a mí­ por aparecer allí­ citado, eso le hizo gracia. (Texto transcrito sin corrección gramatical.)

No soy un gángster. No soy el ciberatleta del siglo XXI. No soy un poeta bendito. No soy el último suramericano virgen. No soy un soldado superviviente de la tercera guerra mundial que está por empezar. No soy una estrella de Hollywood descubierta por un empresario mientras tomaba malteada en una calle de Manhattan.

Soy un promotor de lectura descubierto por sí­ mismo una mañana a mediados de la década de los ochenta en la biblioteca Pública Piloto de Medellí­n cuando una bibliotecóloga leí­a el principio de la historia de un fulano, casi raquí­tico, que debí­a demostrarle a todos los superhéroes del cine, de la televisión y de los cómics que era capaz, primero que todos ellos, de llevarle una flor a una chica que se encontraba enferma en un hospital. En ese instante prodigioso, tomé la determinación de hacerme lo que hoy, bien o mal, soy, un individuo en ví­as de aparición que busca por medios placenteros la manera para que otros encuentren la felicidad en los instrumentos donde está consignada la palabra escrita y que hoy se llaman libros, como en el pasado se llamaron tabletas de arcilla, papiros y pergaminos, y en el futuro seguro llevarán otro nombre, el que ustedes, que hoy son bien jóvenes, deseen ponerle.

Ese dí­a, a pesar de que meses atrás habí­a fundado una biblioteca en el barrio, fue en el que nací­ a conciencia para la promoción de la lectura, y han de saber que al igual que los escritores, las amantes de los presidentes y Santiago con sus ocho años de edad, los promotores de lectura también tenemos biografí­a. He aquí­ la mí­a.

Tuve todo para ser un gángster, nací­ en uno de los barrios bajos de Medellí­n, en Colombia, un paí­s que siempre está en guerra. Cuando por alguna eventualidad hay un asomo de paz, aparece el virtuoso que se inventa otra guerra. Total, nací­ en un paí­s que soporta una cadena de guerras perpetuas. Reconozco que me encantarí­a estar es un lugar donde no las hay, pero imagino que debe ser tedioso ver morir la gente solo de vieja o aburrimiento, porque de alguna cosa se tienen que morir.

Soy hijo de un padre ebanista amante de la lectura que atrapaba en su telaraña de encanto a cuanto vendedor de libros pasaba por su lado. Con frecuencia, me tocaba ver a un tipo cualquiera entrar al taller cargado con libros y luego verlo salir con una cama o el óvalo de un espejo bajo el brazo. Su mayor defecto fue que después de separarse de mi madre, poco le importó lo que acaeciera con nosotros, sus cuatro hijos, pero lo que hizo le alcanzó para que yo lo amara hoy y siempre, le alcanzó para que yo jamás haya deseado tener un padre distinto al que me tocó por suerte.

Soy, además, hijo de una madre que fue educada para ser la eterna ama de casa con las que soñaban las abuelas en América del Sur, pero que le tocó aprender a servir tintos y limpiar pisos, para que yo pudiera estar aquí­, sentado frente a ustedes, hablándoles. Una madre que siempre creyó que yo serí­a capaz de ser un don alguien en la vida y que me llevó a los primeros cines y respondió con sinceridad mis primeras preguntas:

—Mami, ¿qué dice ahí­ en ese muro?

—Muerte al fascismo, mi'jo.

—¿La m y la u es muer?

—También la e y la r, mi'jo.

Siendo aún niño, cuando despertaba en la mañana, observaba a mi padre leer el periódico y en el acto me pasaba a su cama para que me leyera, en voz alta, las tiras cómicas, en especial, una y otra vez, las Aventuras del fantasma. Recuerdo que, de vez en cuando, le preguntaba por una frase o un improperio, y él me señalaba el lugar de lo preguntado y continuaba leyendo sin intentar enseñarme nada, eso me encantaba, creo que me atrapaba en su telaraña y hací­a que deseara aprender a leer, a valerme por mí­ mismo. Aún hoy disfruto aprender lo que quiero como reto, no como imposición.

En la medida que fui creciendo, mi madre desempeñó un papel protagónico en mi formación como lector. Rememoro hoy con nostalgia las tardes que pasábamos juntos pegados a un radio escuchando Kaliman, el hombre increí­ble y Arandú, el prí­ncipe de la selva, mientras mis hermanos construí­an autobuses imaginarios con sillas, lazos y tapas de tarros de galletas que encontraban en los rincones de la casa.

Un momento crucial fue cuando, casi sin percatarme, aprendí­ a leer. Fue como por arte de magia, no supe cómo, pero a los cinco años y medio era capaz de comprender lo que decí­an un montón de letras que tení­a al frente. Ese fue el acontecimiento más importante de mi vida, ¡me hice libre! y pude completar las tardes de radio con lecturas de Corí­n Tellado, la fotonovela preferida de mi madre por aquella época. Recuerdo que alquilaba montones en la zapaterí­a de un barrio al sur de Bogotá donde viví­ con ella y mi padre, ya esporádico para ese entonces. Mientras ella lloraba con su historia y la de los protagonistas de las revistas, yo aprendí­a de celos e intrigas, la constante en esas historias.

Llegó el momento en que mi madre debió regresar a Medellí­n junto con sus cuatro hijos y dejar a mi padre con su nueva relación amorosa. Allí­ comenzaron una serie de penurias económicas que terminaron con la decisión de que los dos mayores debí­amos retornar a la capital al lado de mi padre. En Medellí­n, alcancé a forjar el carácter y mi condición de estudiante precoz me llevó a cursar, irónicamente, tres años de la básica primaria en un lugar precisamente para estudiantes con problemas de retardo en el aprendizaje: una escuela especial.

La profesora Laura, directora de esa escuela, decidió que un niño como yo no se podí­a quedar en la calle debido al capricho de unos maestros de escuelas "normales" que argumentaban que yo era demasiado chico para estar en el grado que por derecho me correspondí­a, eran otros tiempos. La verdad es que estaba de acuerdo con los profesores que decí­an eso, me parecí­a que tení­an razón porque me encantaba la casa y odiaba la escuela, pero mi empecinada madre dio con una maestra como la señorita Laura que pensaba exactamente lo contrario a esos profesores y yo.

Allí­ estudié tres años antes de volver a Bogotá. Tres años en los cuales tuve dos papeles en la pelí­cula de la vida: para los amigos del barrio era loco, y en efecto en las calles nos gritaban locos cuando pasábamos con nuestro uniforme: pantalón azul y camisa verde. Para los compañeros de la escuela era el superdotado porque hací­a todos los deberes con facilidad y las maestras me trataban con especial deferencia, me llamaban "el normal". Ahora que lo pienso, creo que esa era la escuela que necesitaba para afianzar mi proceso lector. Al tener ventaja sobre la mayorí­a de los compañeros, hací­a mis deberes mucho más pronto; en esas ocasiones, las profesoras me pedí­an que sacara una de las cartillas y me pusiera a leer, calladito, sin molestar. En ese instante, surgí­a la verdadera felicidad, la que me permite hoy decir que donde quiera que esté, la perdono, señorita Laura.

En Bogotá, me topé con el padre comprensivo de siempre, pero con el mismo problema del que vení­a huyendo: la pobreza. Lo encontré viviendo en el taller y lleno de hijos. Aún hoy me pregunto cómo hizo para tener tantos hijos en tan pocos años. Recuerdo que un dí­a, cuando yo estaba inquieto con ese asunto de los hijos, se me ocurrió pensar que de seguro mi papá era un conejo y su pareja también, y que se convertí­an en humanos cuando mi hermano y yo aparecí­amos.

En esos años de frí­o y pobreza, perfeccioné dos cosas que amé durante mucho tiempo y de las cuales hoy solo me apasiona una y le tengo un especial afecto a la otra: la lectura y el fútbol.

En un principio, fue la lectura. Era mi refugio, devoré toda la Enciclopedia Salvat El mundo de los niños, en especial el tomo de cuentos y fábulas. Recuerdo que leí­a empecinadamente todas las mañanas en el patio del taller acariciado por un tenue sol. Mi padre me pedí­a que me retirara de sus rayos o que, por lo menos, no dejara que estos bañaran la página porque, según él, mis ojos podrí­an sufrir algún daño. Luego se retiraba silencioso y poní­a música clásica para amortiguar el ruido hecho por la cuchilla de la máquina que transformaba tablas en largueros de cama y óvalos para espejo.

En realidad, nunca supe si lo que buscaba era una historia para refugiarme o el tibio sol que caí­a unas pocas horas en las frí­as mañanas bogotanas, lo cierto es que leí­a mucho a Juan y la mata de habas, lo repetí­a hasta el cansancio, me parecí­a posible tener una planta por la cual se pudiera escalar hasta el cielo y bajar con una fortuna entre talegos. En las noches, imaginaba que me iba a suceder algo similar y que iba a llegar a Medellí­n como un héroe, me llevarí­a a mi madre a vivir a otro barrio. Viajarí­amos cada cuanto, yo me comprarí­a un auto y saldrí­a a visitar a todos los amigos, es más, los llevarí­a de paseo a pueblos, ciudades y paí­ses; tendrí­a una biblioteca tan grande que nunca podrí­a leer todos los libros que allí­ hubiera y me llevarí­a la mata de habas para cuando necesitara más dinero. Fantaseaba con todo eso y otros asuntos.

Más adelante vinieron nuevas lecturas. La curiosidad por leer un "libro grande de una sola historia", como le decí­a a mi papá, me llevó a la lectura de Miguel Strogoff, de Julio Verne, la novela que hoy recuerdo como la que expulsó el tapón que tení­a en la cabeza impidiéndome leer libros gruesos. Esta relata la historia del hombre más valiente que hasta ese momento yo habí­a conocido. Ni en las pelí­culas habí­a visto un tipo tan estupendo y decidido. Desconocí­a de zares, de tártaros, de Siberia y de sublevación, sin embargo lo disfruté mucho. Cuando no entendí­a una palabra, se la preguntaba a mi padre pues él tení­a un diccionario en la cabeza mucho más raro, veloz y preciso que los de la escuela. A veces pedí­a que me devolviera un poco para que le leyera la frase donde estaba la palabra de la que yo desconocí­a el significado, al instante referí­a el sentido y me encimaba ejemplos y discursos académicos hasta que le tení­a que decir que ya estaba bien.

También le leí­a en voz alta a los conejitos que encontré allá. Tuve que hacer el papel de niñero porque, según mi padre, yo era el jefe de la manada y debí­a responder por el bienestar de todos en caso de una ausencia suya. Mi trabajo de niñero consistí­a en llevar a los conejitos al parque, unos en un cochecito y otros tomados de la mano. Siempre metí­a un libro en el coche para leérselos cuando nos cansáramos de dar vueltas en la rueda o de balancearnos en los columpios. Las lecturas fueron pocas, eran unos niños un tanto extraños, disfrutaban más con los columpios que con las historias, aún hoy es así­, le tienen pavor a la lectura. Eso me da mucho que pensar porque los promotores de lectura con frecuencia decimos que con el ejemplo y muchos libros los niños se hacen lectores, pero parece que no siempre resulta porque esos niños viví­an en montañas de libros y veí­an a mi padre todas las mañanas leer la prensa y todas las noches leer un libro. Quizás, eso quiere decir que en algunas cosas, al igual que los gángsteres, los promotores de lectura nos extraviamos.

En la medida que crecí­a, llegaron los amigos, llegó el fútbol y fue desplazando a la lectura, entonces mi trabajo de niñero se limitó al más grande de la manada gracias a que tení­a dotes de guardameta. Con él y la barra que organicé, jugaba pistoleros, soldado libertado y fútbol, mucho fútbol. Me convertí­ en el número diez más importante de cuantos equipos hubo en Chapinero hasta que la edad de la inconformidad y la rebeldí­a me devoró. No me importó nada, el estudio se fue al carajo y mi padre no tuvo ni fuerzas ni dinero para impedir la debacle. Los coqueteos de las divisiones inferiores del club de fútbol Los Millonarios tampoco me importaron. La barra crecí­a y se incorporaban preadolecentes y adolescentes de otras ciudades de Colombia que llegaban a vivir a Chapinero, un barrio comercial en donde se jugaba al fútbol sobre los autos y nos fuimos haciendo acróbatas e invencibles. Al paisa, ese era yo, no le interesaba nada en la vida; de pronto, lo que más le divertí­a era romper timbres en las casas de los ricos. En ese entonces, estaba seguro de que la vida era una... (lo que ustedes están pensando). Ahí­ fue cuando emigré de todo, hasta de la lectura.

Como pueden ver, soy un ser humano normal y corriente, más corriente que normal y al igual que la mayorí­a de los seres corrientes, en mi preadolescencia tuve un distanciamiento de la lectura que duró toda mi adolescencia, con interrupciones momentáneas para leer El amor en lostiempos del cólera y Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel Garcí­a Márquez; Auto de fe, de Elí­as Canetti, y El duelo, de Joseph Conrad, compradas por cuotas a un vendedor del Cí­rculo de lectores. Interrupciones seguramente hechas por la maní­a heredada de mi padre de comprarle libros a los vendedores, o como una forma de rebeldí­a contra la rebeldí­a que me carcomí­a, o como método para encontrar el trocito de cielo que me sacara de ese infierno y manipulación de la cual me sentí­a ví­ctima, sin serlo en verdad.

Ese perí­odo lo viví­ parte en Bogotá y el resto en Medellí­n, ciudad eterna a la que regresé después de tres años de convivencia con mi padre y apenas uno de estudio. El alumno precoz ya no lo era, ya ni siquiera era estudiante y apenas un lector esporádico con tendencia más a analfabeta funcional que a lector consumado, además estaba poseí­do por un odio a los adultos y una rabia con la vida.

Llegué a seguir viendo la pobreza de mi madre con la impotencia que jamás habí­a sentido. Fueron dí­as desesperanzadores en los cuales la mata de habas que pensaba trasladar a esta ciudad se habí­a esfumado en el último sueño y por ahora me quedaba el túnel de la incomprensión del que ignoraba si saldrí­a con vida.

Por eso no soy un genio, ni un escritor, ni un cientí­fico, ni un trotamundos, ni nada extraordinario como para salir en The New York Times. Los promotores de lectura también decimos que únicamente los que van camino a genios leen en la adolescencia, en este caso me toca reconocer que no fui lector de adolescencia y solo los grandes lectores podrán hablar de las historias que he perdido, yo respondo por la vida que he ganado.

Otra máxima de los promotores es que cuando una persona ha sido lectora en la niñez, a pesar de que se fugue de esta en la adolescencia, regresa a ella en la edad madura o en el crepúsculo de la adolescencia en el mejor de los casos. Eso es cierto, soy un testigo viviente y puedo dar fe de ello.

Anduve por ahí­ y tuve los trabajos que suele ofrecer el "bajo mundo". Aún en edad preadolescente trabajé en una chatarrerí­a ubicada en una de las calles más peligrosas del barrio Guayaquil de Medellí­n, hoy dí­a soy incapaz de pisar sus calles a ciertas horas. Fui un chatarrero consentido porque parecí­a de clase a pesar de ser de la misma clase de todos los que allí­ laboraban. La diferencia estaba en que para esos dí­as habí­a ingresado a un colegio nocturno a reiniciar mi secundaria estancada en segundo grado. Los dí­as en una chatarrerí­a son los más rutinarios y vulgares, pero en nuestra chatarrerí­a el dueño y los empleados gozábamos del prestigio de ser los más decentes del gremio.

Lo que más recuerdo de mi paso por ese oficio son las horas del almuerzo. Mientras comí­a apresuradamente, los compañeros salí­an a comprar bebida para ellos y para mí­. Cuando regresaban y se sentaban a consumir sus alimentos, yo habí­a acabado e iniciaba una lectura en voz alta de la cual no perdí­an quejido. Por mucho tiempo les leí­ en la revista Vea una sección donde se contaba por capí­tulos la historia de una madame que era dueña de un burdel y relataba, con pelos y sudores, todas las relaciones que tení­a con hermanos, primos, tí­os, amigos, novios, clientes y prostitutas que empleaba; los muchachos con gratitud disfrutaban esas lecturas y a todos se nos hací­a menos tediosa la tarde y más livianos los bultos de hueso y los kilos de cobre que llevábamos a la balanza.

De la chatarrerí­a vino el trabajo con huevos en un almacén distribuidor. Estaba terminando mi bachillerato y me encontraba satisfecho con ese empleo porque me permití­a copiar en un papel y pegar en la pared fórmulas quí­micas y poemas que memorizaba mientras clasificaba los huevos por tipos. Los extras en una canastilla roja ("estoy tan solo amor"), los tipo A en una amarilla ("que a mi cuarto solo sube"), los tipo B en la canastilla verde ("peldaño tras peldaño"), los tipo C toteados en una de cartón ("la vieja escalera que traquea"). Así­ surgí­a el poema "Dí­as como agujas", del poeta Juan Manuel Roca, y tantos otros que ahora apenas recuerdo. Así­ fue resurgiendo el lector que casi mata la adolescencia, y yo casi ni lo percibí­.
Recuerdo que en este mismo empleo, leí­ en el baño la mayor cantidad de páginas de Cien años de soledad, de Gabriel Garcí­a Márquez. Eso me trajo problemas.

La historia comienza un dí­a en que un estudiante de leyes del sector nos habló de ese libro mágico, sentí­ tal curiosidad que de inmediato se lo solicité en préstamo. En la hora de almuerzo, Fercho, mi compañero, y yo, leí­amos de la siguiente forma: una cucharada de arroz a la boca y un trozo de lectura; un trozo de carne a la boca y una cucharada de lectura, ese era el ritmo y la jefa nos decí­a que poco nos iba a alimentar lo que comí­amos hasta que, finalmente, aprendió ella a hacer lo mismo. En uno de esos rituales, tomé el libro Cien años de soledad y quedé aprisionado en ese cable de alta tensión para siempre (aún hoy lo releo una vez cada dos años). Esos dí­as desatendí­ totalmente el trabajo. Cuando la jefa se descuidaba, me poní­a a leer. A veces, me deslizaba debajo de una mesa simulando organizar un panel que esta tení­a y me poní­a a leer ahí­ mismo, pero el refugio predilecto fue el baño. Un dí­a ingresé más de diecisiete veces sin disimular siquiera. La jefa no se aguantó y me recordó para qué habí­a sido contratado, me pidió que hiciera cada cosa en su debido momento y que por favor le prestara mayor atención a los clientes pues ya habí­a varias quejas, además la clasificación iba lenta y eso retrasaba los pedidos. De mala gana mermé la lectura en ese lugar y la reforcé en el colegio y en la casa, a pesar de la cantaleta materna para que apagara la lámpara que supuestamente desvelaba a mis hermanos.

Pero como todo tiene su fin, llegué a la última página de un libro que logré leer en una época en la cual carecí­a de ritmo para la lectura y estaba poco interesado en tenerlo. Falta decir que mi jefa, siempre tan ociosa y copietas, pidió prestado el libro mágico y, medida con la misma vara, descuidó la caja registradora durante la semana de ensimismamiento en íšrsula Iguarán y los Arcadio Buendí­a y los Aureliano Buendí­a y las mariposas amarillas y Mauricio Babilonia y Remedios la Bella. Entonces, sabiamente, Fercho y yo nos autoascendimos al cargo de cajeros mientras esperábamos que ella llegara a la colita de marrano y la destrucción de Macondo.

Terminado mi bachillerato, estaba tranquilo; ninguna otra cosa me interesaba, esa es la verdad. Solo querí­a tener dinero para ser alguien en la vida, para sacar a mis hermanos adelante con el propósito de que fueran importantes y nos respetaran en el barrio. Querí­a una casa donde cada uno tuviera su cuarto, en un barrio donde la gente no se matara y donde los jóvenes fueran incapaces de drogarse. Querí­a un lugar donde pudiera llevar a mi novia sin sentir vergüenza, querí­a que se enamorara de mí­, no solo por lo que era, sino por lo que tuviera, eso me parecí­a sensual e importante, y estaba convencido de que sin un salario serí­a totalmente infeliz como lo fui en el pasado, en cambio con un salario mí­nimo mi vida habí­a cambiado, vestí­a mejor que muchos amigos y si aprendí­a el negocio de los huevos, algún dí­a me ascenderí­an a administrador y luego me harí­a propietario. ¿Para qué estudiar más con tres hermanos y una mamá necesitando de uno? En la actualidad serí­a fácil responder: "Por eso, porque lo necesita debe estudiar más", pero en esa época, en el crepúsculo de la adolescencia, una respuesta de esas caracterí­sticas es casi imposible y si resulta, uno se niega a creerla.

Ese era el panorama cuando terminé la secundaria, pero como en tantas ocasiones, emergió mi madre y, como pudo, me consiguió y entregó un formulario de inscripción de la Universidad de Antioquia, el centro educativo de educación superior más importante de la región y el que cualquier ciudadano, corriente como yo, sueña con pisar, y hasta los no corrientes, pienso yo.

¿Qué puede estudiar un muchacho con una hoja de vida de esas? ¿Sin vocación definida, sin habilidades para nada en especial, regular en matemáticas, pésimo en idiomas, un desastre en artes, un distraí­do para las manualidades, con tendencia a la introversión y cargando todo el resentimiento de la juventud sobre sus espaldas?

Aquel dí­a de octubre, miré atentamente todas las carreras y recuerdo que ninguna me llamó la atención, bueno tal vez una me pareció que sobresalí­a entre las demás, se llamaba, aún se llama, bibliotecologí­a. No tení­a ni idea en qué consistí­a, en mi vida habí­a visto un bibliotecólogo de carne y hueso, no sabí­a cómo eran, de pronto sospechaba por los personajes que atendí­an en las bibliotecas, pero siempre me habí­an dicho que ellos eran bibliotecarios. De todas maneras, intuí­a que debí­a haber alguna relación entre ellos y estos a su vez, eso sí­ lo sabí­a; tení­an una estrecha relación con la lectura que era lo único que podí­a moverme cualquier fibra y llenarme de una ilusión profesional. Con esa inquietud, fui esa noche a estudiar y le pregunté a Amparo por esa extraña carrera. Amparo era una compañera del colegio, lo sabí­a todo, era la más sabia y hermosa, a muchos hasta les enseñó a hacer el amor. Ella todo lo sabí­a, era casi perfecta, sabí­a de fí­sica, trigonometrí­a y literatura como nadie, hablaba de libros que aún no habí­an sido escritos y de descubrimientos que apenas los cientí­ficos estaban pensando. En la época de las máquinas de escribir, ya ella tení­a un computador y era la única que en clase podí­a opinar al respecto, en resumidas cuentas parecí­a una sabia de la edad media con la diferencia de que salí­a a discotecas y bailaba como suspendida en el aire. Con su perfume, nos embriagaba y era imposible, después de bailar con ella, negarse a besarla o impedir ser arrollado por su cuerpo imantado. Recuerdo muy bien que me dijo que la bibliotecologí­a era interesante, que aquí­ casi nadie sabí­a nada de ella, pero que un primo suyo pensaba trasladarse un tiempo a Medellí­n a estudiarla porque en la costa no la habí­a y esa era la profesión que él deseaba ejercer en su ciudad. Me dijo que efectivamente tení­a que ver con la lectura y con las bibliotecas, que básicamente quienes mandaban en las bibliotecas eran bibliotecólogos. Como también era algo profeta, me dijo además que si la estudiaba, no conseguirí­a dinero pues está claro que siempre será más importante un médico, un ingeniero o un abogado, pero, que a diferencia de estos, llevarí­a una vida más agradable porque esa era una disciplina basada en las relaciones cordiales que se pudieran establecer con la gente.

Quedé pensativo, tanta sabidurí­a me abismaba. De todas maneras, con esa información empecé a sentir cariño por esa desconocida, me gustaba por extraña, por original, por distinta. Me gustaba que yo fuera el único bibliotecólogo que existiera en miles de kilómetros cuadrados, sin embargo me desentusiasmaba la idea de seguir siendo pobre.

Cuando tomé de nuevo el formulario, olvidé el asunto del dinero y marqué Bibliotecologí­a. Sentí­ una extraña alegrí­a y por la noche, debajo de las cobijas y en voz extremadamente baja, recuerdo que repetí­a: "Bibliotecólogo, bibliotecólogo, bibliotecólogo, les presentamos al bibliotecólogo Luis Bernardo Yepes de la Universidad de Antioquia". Me sonó muy bien y sentí­ una abrumadora felicidad, tanta, que todaví­a la recuerdo como si fuera ayer.

Pasé a la Universidad y las felicitaciones no se hicieron esperar. Llamaron familiares de todas partes, los vecinos fueron a congratularme y mi madre se veí­a en calzas prietas para explicar en que consistí­a la tal carrera esa. Un padrino, que estudiaba biologí­a, le dio una inducción y así­ ella pudo informar algo de la carrera. Muchos decí­an que muy bueno, que ya estaba dentro de la universidad y que eso era lo importante, que más adelante me podí­a cambiar para otra carrera que fuera más conocida y en la que me fuera mejor en la vida, pues algunas señoras del barrio pensaban que me iba a ir mal en la vida por estudiar bibliotecologí­a. De todas maneras, fueron más las voces de apoyo que las pesimistas y la mayorí­a esperó en silencio el inicio de mi aventura.

Más adelante otras escaramuzas de esas aparecieron. Recuerdo dos en particular que se pegaron como babosas a mi mente.
La primera fue la pregunta desnuda de Fercho, el compañero de trabajo:

¿Qué es esa huevonada?

¿Qué más podí­a preguntar un huevero?, me pregunto hoy.

De suerte que la pregunta la hizo delante del papá, porque de lo contrario no hubiera sabido que responderle, recuerden que también yo era huevero. El papá salió al paso con otra pregunta.

—¿Le parece malo estar al frente del futuro jefe de archivos de la Gobernación de Antioquia?

Esa respuesta era para defenderme y, en efecto, el Fercho quedó más tranquilo, pero a mí­ me dejó preocupado. Me importaba un... (lo que ustedes están pensando) ser jefe de archivo de un gobernador. Me asustaba verme metido en una bodega como cucaracha de panaderí­a. Mejor dicho, con semejante respuesta quedé más confuso que contento. Esa era la clase de acontecimientos que debilitaban mis convicciones y poní­an en entredicho mi elección de vida.

Para la segunda escaramuza, ya tení­a al tiempo como aliado, era fuerte y habí­a superado los embates de la indecisión. Sobre todo cuando decidí­ que me harí­a promotor de lectura y no gángster. Ahí­ si las respuestas eran rápidas y contundentes. Fue en esos dí­as cuando una señora preguntó el porqué preferí­a estudiar bibliotecologí­a en lugar de medicina si me veí­a tan inteligente. Le di las gracias por el cumplido y le respondí­ que preferí­a ver llegar treinta niños bien alentados, dispuestos a pulverizar al mismí­simo planeta o a desarmar un balí­n, que ver llegar un ser despedazado, con el alma casi en el otro mundo y las tripas limpiando el piso de este planeta. La señora se quedó atónita y a partir de ese dí­a me siguió saludando con una leve levantada de cejas y cero preguntas. Pero la verdadera respuesta era que sentí­a más cerca la literatura de la bibliotecologí­a que de la medicina, y no estaba dispuesto a convertirme en un traidor por nada del mundo.

La universidad fue algo que nunca pude superar. Allí­ la aterrizada fue violenta, ocurrió como si me hubieran quitado un velo. En ese lugar comprendí­, de plano, que la verdadera sabidurí­a la tení­a mi abuelo mientras regaba su huerta de tomates. Mucha insensibilidad y petulancia me recibieron detrás de las mallas. Las personas que hací­an su ingreso poco a poco se transformaban en seres endiosados e inalcanzables. Mucho ser inflado artificialmente, mucha mediocridad y lo peor era que con todo tení­amos que convivir. Por fortuna, los dí­as pasaron, y entendí­ a la universidad, me apropié de ella y la incrusté en mi piel tal como era, no como imaginaba que era, de esa manera se inició un amor perpetuo, un amor que hace que la lleve donde quiera que vaya.

En ese territorio luché. Al principio, la batalla estaba perdida, la bibliotecologí­a no satisfací­a mis anhelos, no era lo que esperaba y tení­a incertidumbre respecto a mi futuro, pensaba que me estaba convirtiendo paulatinamente en un bueno para nada, por suerte llegó la amistad, el acto sublime que todo lo puede. Me hice amigo de dos semiextraviados como yo. Un tipo que cuando hablaba parecí­a que estuviera recitando un poema de Juan Gelman o Vicente Huidobro; con un humor encima de la inteligencia, botas impecablemente lustrosas y un aspecto entre arrogante y humilde, toda una confusión. Y una mujer que a más de la amistad traerí­a para mí­ el amor. Tení­a los ojos más grandes que habí­a visto jamás, traí­a el cabello ensortijado, olí­a a pradera, vestí­a con chalinas y faldas de colores y cuando hablaba, los profesores temblaban, sin excepción, todos le hací­an la venia. Era la más inteligente entre las inteligentes, se sabí­a todas las canciones de Silvio Rodrí­guez, Pablo Milanés y los Hermanos Arriagada, también todos los poemas que un universitario de los años ochenta tení­a que saberse, hasta los de Benedetti. Con ella, sentados en la hierba, leí­ a Walt Whitman, Jorge Enrique Adoum y Gonzalo Arango, mientras una profesora o profesor se despepitaba explicando parte de un curso que ya empezaba a no interesarnos.

Sin embargo, la universidad me empezaba a fastidiar, aparte de eso, los problemas económicos en la casa se hací­an mayores, mis tí­os maternos, apoyo incondicional en las duras épocas de crecimiento, hací­a rato se habí­an casado y tení­an sus propias obligaciones. Por otro lado, mi madre habí­a sido expulsada del trabajo. Como sin certidumbre escasea la seguridad, me retiré de la universidad y, con el pesar de muchos, estuve haciendo envases de cristal en el infierno, al lado de unos hornos que mantení­an la temperatura ambiente por encima de los 45 grados centí­grados. Como allí­ no di resultado, regresé al barrio Guayaquil a vender huevos, sin mucha fortuna. Luego me hice mensajero de gerencia en una cancerí­gena fábrica de asbestos. Todo este recorrido lo hice sin abandonar la lectura. En esa época, estaba picado por el bicho del ensayo, leí­a a Fernando González con ahí­nco, a Ralph Waldo Emerson y, en especial, evoco un libro que me trajo noches de insomnio por aquellos dí­as: Ensayo sobre las malas pasiones, de Eduardo Caballero Calderón. Recuerdo que una vez invité a mi compañero de las botas lustrosas y a la chica de los ojos grandes a tomar unas cervezas para que me contaran como iba la universidad, pero comencé a hablarles sobre ese libro; como un loco desesperado les lancé ideas y palabras a cien kilómetros por hora mientras los pobres solo abrí­an la boca para tomarse el lí­quido ambarino.

Dentro de la Escuela de Bibliotecologí­a habí­a hecho otros amigos, los más inteligentes y luchadores que estudiaban bibliotecologí­a por aquellos años. Un dí­a llamaron y me recuperaron para la causa. La tesis de ellos era simple.

—La universidad no lo da todo, la escuela mucho menos, hagamos otras cosas para romper la estática y transformar el mundo, a eso vinimos, ¿no?

Mi segunda fase en la universidad fue distinta, vinieron los encuentros nacionales de estudiantes de bibliotecologí­a, los periódicos estudiantiles, el programa radial, el movimiento estudiantil, la adquisición de una sede estudiantil, las tertulias con los amigos, el buen cine, las tabernas y la lucha contra la mediocridad. Llegó la primera monitorí­a; la creación de una biblioteca comunitaria; luego el descubrimiento de Solomán, el solo hombre capaz de vencer a los superhéroes. Después apareció el primer trabajo serio con la Biblioteca Pública Piloto, la espera de los niños a la salida del catecismo en el barrio Florencia donde quedaba la biblioteca para hacerles La hora del cuento. Más adelante se dio la vinculación a las bibliotecas del municipio de Medellí­n. Posteriormente, apareció el primer trabajo como auténtico promotor de lectura en la Fundación Ratón de Biblioteca, allí­ estuve dos años en los cuales leí­ toda la literatura infantil y juvenil que cabí­a en los estantes de la sede del barrio el Poblado, en ese lugar, más que en ninguna otra parte, aprendí­ a querer y respetar los libros para niños y jóvenes.

También allí­ me hice ponente internacional ya que por primera vez me llevaron fuera del paí­s para que dijera lo que pensaba respecto a mi nuevo oficio. Finalmente llegó mi vinculación al Departamento de Cultura y Bibliotecas de Comfenalco, empecé en una de las bibliotecas y ahora estoy en la Coordinación de Fomento de la Lectura, soy esa clase de ser que después de tantos años, se gana la vida haciendo algo que le gusta. Soy esa persona a la que le pagan para que se divierta.

Ahora no soy el único bibliotecólogo conocido en mi entorno familiar, ignoro cuando aparecieron otros porque lo del dinero resultó cierto, es humanamente imposible hacerse rico con esta profesión. Si para alguno he sido su ejemplo, debe ser porque me ven feliz. Debe ser por eso, nada más. ¿De qué otra manera explicar que mi primo y amigo de infancia y de siempre esté caminando a mi lado? ¿Que mi hermano venga detrás? ¿Que otra prima y la esposa de mi hermano vengan más atrás? ¿Que otro primo quiera entrar en la pista y que una prima haya tenido que desfallecer después de múltiples intentos? Ahora todos ellos están metidos en el mundo de la bibliotecologí­a junto con mi novia y mis mejores amigos.

Después de todo no terminé como el bibliotecólogo solitario, aquel que podrí­a contar con miles de kilómetros cuadrados a la redonda. Lo curioso es que ya poco importa eso, ahora que perdí­ la exclusividad veo que no es tan malo que así­ haya sido. Incluso, aún no sé si un médico sea más importante que un bibliotecólogo, pero tampoco estoy seguro que no lo pueda ser.
De todo lo que ofrece la bibliotecologí­a, he preferido la promoción de la lectura. Me parece importante poder mostrarle a la gente, en una relación distinta a la académica, las bondades de la lectura. ¿Por qué no hacerlo? El vendedor de gaseosas muestra las supuestas virtudes de su marca, el de cigarrillos también.

¿Por qué esconderle la posibilidad lectora a los jóvenes?

¿Por qué ha de ser horrible que un escritor lea apartes de su obra o la de otros autores a los jóvenes?

¿Por qué ha de ser dañino pedirle a los padres de familia que le compren libros a sus hijos y a los gobiernos que les hagan bibliotecas?

¿Por qué no solicitarle a los profesores que dejen a los estudiantes en paz, que no los obliguen a leer si no quieren?

¿Por qué no pedirle a los profesores que tengan sentido común?

¿Qué hay de malo en recomendarle a los jóvenes libros que a uno le han activado el joven que lleva dentro?

¿Qué tiene de perverso el querer saber los gustos y necesidades de los jóvenes para recomendarles más y mejores libros?

Lo malo es creer que todo lo que hacemos convertirá a los jóvenes en lectores, eso es imposible. Además, serí­a horrible un mundo uniformado, un mundo donde todos fuéramos o lectores o pintores o futbolistas o televidentes o astronautas o qué sé yo. Lo ideal es que cada quien pueda ser lo que desee, inclusive lector.

Por mi parte, yo seguiré luchando porque las comunidades tengan libros en lugar de balas, recuerden que no soy un gángster, sino un promotor de lectura.