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Ilustración de Esperanza Vallejo, revista 'Espantapájaros', Bogotá, 1992.
Los cuatro tesoros
La importancia de la lectura en la formación intelectual y espiritual de un niño es largamente sabida; por otra parte, que los niños tienden a leer cada vez menos parece ser una realidad. Los grandes culpables de este proceso, a juicio de muchos, son los medios audiovisuales que, aunque aportan cultura e información, no contribuyen en nada a estimular esa maravillosa capacidad de imaginar que todos tenemos y que es tan necesaria para desarrollarnos. A mí me parece que esta afirmación es cierta sólo en parte. Que la televisión quita tiempo a la lectura es un hecho evidente, pero también es evidente que un buen lector lo sigue siendo a pesar de ésta. Sería absurdo navegar en contra del mundo audiovisual, acusándolo de nuestras carencias. Más bien hay que preguntarse por qué ha dejado de gustarnos la lectura. Porque yo creo, con Lewis, que antes que los niños, somos los adultos los que no leemos. Y dada la importancia de la lectura, tenemos que descubrir qué podemos hacer para remediar esta falta. Reflexionando acerca del tema, saqué a luz cuatro tesoros perdidos en el mundo de los libros; y luego, para no ser pesimista, me permití sugerir cuatro consejos prácticos para despertar en los niños el gusto por leer.
1. La lectura antes de dormirse
El hábito de leer antes de dormirse está casi perdido. Ahora uno se duerme con la televisión encendida.
Un niño que reserva un momento del día en soledad para dedicarlo a leer, es un niño que está creciendo no sólo físicamente. Tener un libro en el velador para que, llegada la noche, nos acompañe en la duermevela que precede al sueño, es ya de por sí un sueño placentero y un descanso del quehacer cotidiano que pocos privilegiados conocen. Es además un tiempo de detención, de reflexión, de viajes a lugares remotos y a otras vidas que quizás esa noche se hagan nuestras. La diferencia de quedarse dormido leyendo a la de viendo –en el caso de la televisión–, es que en el segundo caso uno permanece como espectador de las situaciones; la lectura, en cambio, permite que uno llegue a convertirse, desde su propio ser, en el personaje que vive en el libro.
“El rito de leer para quedarse dormido es casi una oración”, dice el escritor francés Daniel Pennac en su libro Como una novela. “La liturgia de los episodios es una comunión entre uno y el libro, una intimidad, una tregua en el día, ante los afanes del mundo. Un momento de gratuidad, que ya pocos conocen; esa gratuidad es la única moneda del arte”.
2. Los contadores de cuentos
Con el ritmo de vida que hoy se lleva se acabaron los contadores de cuentos junto a la almohada. Las nanas de hoy ya no cuentan cuentos porque a ellas no les contaron; las jóvenes estudiantes, que hacen de baby sitter, ven alguna película en la TV o escuchan música rock, y no se les pasaría por la mente contar un cuento; las abuelitas son muy jóvenes y activas para acordarse de ogros y princesas atrapadas, y los padres trabajan mucho por lo que, en la noche, están tan agotados que lo último que harían es imaginar cuentos.
Así, se acabaron también los sueños infantiles poblados de bosques oscuros con lobos, de hadas color miel que vuelan entre las nubes, de hechiceras hirviendo brebajes con arañas y sapos, de príncipes montados en caballos que corren más veloces que el viento y de magos que se transforman a voluntad. Se acabaron las historias contadas porque sí, para entretener, para ayudar a quedarse dormido y soñar; esas historias que se repetían una y otra vez y cuyo héroe o heroína vivía cada noche una nueva aventura. Se acabó la gratuidad en la primera infancia, esa gratuidad que es la base de todo arte y, por lo tanto, de la literatura. Y se acabó también la magia que nos llevaba a conocer e imaginar desde pequeños los mitos y las raíces mismas de nuestra humanidad.
3. El placer de leer a escondidas
Los que somos ya adultos, ¿cuántas veces dejamos, cuando niños, durmiendo una tarea de matemáticas para vivir junto a unos piratas el asalto a un navío cargado de oro o encontrarnos en el planeta Marte con un ambicioso asesino? ¿Cuántas veces en nuestra niñez se nos prohibió leer en la hora de hacer tareas o se nos apagó la luz para que no leyéramos más y nos quedáramos dormidos? Estoy segura de que muchos habrá que recuerdan haber leído en la noche a escondidas y con una linterna alumbrando bajo las sábanas.
“No lograremos nunca hacer entender a un niño que por la noche está sumido en el clímax de una historia cautivante, que es necesario interrumpir su lectura para irse a acostar”, decía Kafka a principios de siglos.
¿A cuántos niños les pasará lo mismo hoy? ¿A cuántos niños se les apagará la luz, hoy, para que no lean más? ¿Para cuántos niños leer será un tesoro que hay que esconder entre las sábanas? ¿Habrá mil niños a quienes aún les suceda eso en Chile? ¿Habrá cien? ¿Habrá diez? ¿Existirá uno?
4. Las bibliotecas en las casas
En siglos pasados no había casa de familia relativamente acomodada que se respetara, en la que no hubiera una biblioteca. Una biblioteca a veces muy a la vista y otras olvidada y semioculta en alguna habitación. Pero siempre presente en el espíritu de sus habitantes. Estas bibliotecas tenían algo de misteriosas, porque habitualmente había en ellas ciertos libros que se prohibían a los niños y a los jóvenes, y que estos últimos, apremiados por la curiosidad, no dejaban nunca de leer a escondidas.
Y así como en la familia había una biblioteca, los niños en sus piezas tenían la suya. El libro era una presencia permanente en todos los hogares.
¿En cuántas casas hoy, por muy adinerados que sean sus propietarios, existe una biblioteca o por lo menos una pared con estantes dedicados a libros? ¿Cuántos de los niños que tienen hoy en su pieza un equipo de música, una televisión y un nintendo, tienen un lugar para los libros que no sean los textos de estudio del colegio? ¿Cuántos niños tienen hoy su propia biblioteca?
Cuatro consejos prácticos
1. Acabar con prohibiciones y obligaciones
Es nefasta la obligación de leer impuesta a sus hijos por padres que piensan que leer es bueno y fructífero en el camino de los estudios. Estos son, por lo general, padres que ellos mismos no leen “porque no tienen tiempo” y que miran televisión “porque ésta los relaja de las tensiones del trabajo”. Pero exigen a sus hijos que se hagan el tiempo para leer. “Yo, a tu edad, leía mucho”. Si eso fuera cierto, leerían también ahora, porque el que adquiere el gusto por la lectura no lo abandona jamás. Y el que dice no tener tiempo para leer es el que nunca ha leído ni leerá, porque el lector es un ladrón de tiempo. El que siente placer por la lectura, así como el que siente placer por jugar tenis o por comer mariscos, siempre se dará el tiempo para hacerlo.
Por otra parte, estos padres están muy conscientes de que muchos programas de televisión son violentos o inadecuados para los niños. Aprovechan entonces el momento de un castigo para prohibir a sus hijos ver sus programas favoritos y enviarlos en cambio a leer, con lo que la televisión se transforma en el anhelo supremo y el libro en el objeto odiado. Los padres, en tanto, ven una teleserie.
La verdad es que la mayoría de los niños no lee porque los mayores no leen. Y la presión de los adultos para que los niños lean se debe a su mala conciencia, y no al natural impulso de compartir un placer. Nada se sacará con comprarle a los niños libros con ediciones cada vez más extraordinarias si estos libros son algo igual a los juguetes: algo que se abandona cuando uno crece, algo que no se encuentra en manos de un grande. El mayor atractivo de la televisión para un niño es que al mirarla, se iguala a los adultos que tiene a su lado; los libros, en cambio –los de colegio y los de cuentos– lo disminuyen y lo diferencian de ellos.
Estos padres son los que también –y con la mejor intención del mundo– llenan a sus hijos de actividades extraprogramáticas para que tengan una formación completa. Para que aprendan más y se aburran menos. Clases de piano, danza, flauta, pintura. ¡Todos los días copados y las mamás corriendo de un lado a otro entre bocinazos y tacos para ir a buscarlos y a dejarlos! Pero lo que estos padres no imaginan es que más aprenderían sus hijos si tuvieran un tiempo para aburrirse: el aburrimiento –que nunca es tal– lleva a un niño a soñar, a pensar, a crecer y tal vez… ¿por qué no?, a leer.
2. Acabar con los dogmas
Acabar con los juicios preestablecidos sobre lo que es bueno que los niños lean, sobre la mejor manera de leer, sobre el lugar donde es adecuado leer. Dejar que cada lector lea según sus intereses y gustos, aunque lo que esté leyendo no entre en los cánones de lectura clásica universal. Permitir que los lectores se salten páginas o no terminen un libro. Y también que vuelvan a leer dos veces el mismo libro si les da la gana. Que leer sea una elección, y no una obligación. Terminar con las lecturas-investigación-aprendizaje y empezar con las lecturas-placer-entretenimiento. Acabar con los vocabularios, análisis de textos, teorías literarias y biografías del autor, que matan en un lector principiante cualquier gusto por lo que está leyendo. Que la lectura sea gratuita, un regalo. Que no pretenda una respuesta determinada. Porque la curiosidad por leer no se fuerza, sino que se despierta.
3. Acabar con los prejuicios
Muchos adultos piensan que Alicia en el país de las maravillas, de Carroll; La isla del tesoro, de Stevenson, o El principito, de Saint Exupéry –por nombrar algunos– son libros para niños que ellos no leyeron y ya no leerán. ¡Y cuánto se equivocan! Porque si se animaran a leer esas obras a los treinta, cuarenta o cincuenta años, descubrirían no sólo que se entretienen, sino muchas verdades acerca de los hombres y sus caracteres que antes nunca pensaron. Y podrían, además, comunicar luego a sus hijos el placer que les produjo su lectura.
Por otra parte, tampoco es adecuado privar a un niño de una buena obra que despierte su curiosidad, por el hecho de que no fue escrita para niños, o que no la va a entender. Cuando leí La guerra y la paz a los doce años, lloré y gocé con los sufrimientos y alegrías de cada personaje, y lo único que me interesaba era saber si Natasha se iba con su amante o se casaría con Pierre. Y los episodios de la guerra con Napoleón me los saltaba enteros. La segunda vez que leí La guerra y la paz fue con la guerra completa, pero sin las disertaciones de Tolstoi acerca del alma rusa y de las teorías de la guerra. La última vez que la leí –el verano pasado–, no me salté ni una línea y me gocé la novela completa.
4. Entusiasmar
La única y mejor manera de despertar el gusto por la lectura es enamorando al futuro lector. Cuando alguien ha leído un libro que le ha producido especial placer, lo comenta, lo recomienda a sus amigos, lo cita con entusiasmo. Los niños, grandes imitadores, tienen que vernos ensimismados leyendo, para ellos entusiasmarse; nos tienen que escuchar referirnos a lo que hemos leído de modo tal que su curiosidad se avive y les dé ganas de descubrir ese mundo que nos ha hecho gozar. La pasión por leer se comunica, se alienta, se despierta, no se da como tarea. Para que hijos y alumnos lean, padres, profesores y bibliotecarios tienen primero que leer ellos.
Un profesor que goza leyendo será capaz de transmitir con entusiasmo –más que con técnicas, lecturas impuestas o conocimientos–, su amor por la lectura; unos padres que gozan leyendo serán modelo para los grandes imitadores que son sus hijos.
Todos nosotros, profesores, escritores, bibliotecarios, padres, hagamos un llamado a los adultos para que nos ayuden a recobrar el gusto perdido de los niños por la lectura. No releguemos los libros y las lecturas para los viajes aburridos o los momentos de soledad obligada, porque entonces los abandonaremos en cuanto nos llegue otra manera de pasar el tiempo. Redescubramos el placer de leer. Perdamos el miedo que nos da sumirnos en la lectura de algún clásico que tiene… ¡horror!, ¡cuatrocientas páginas! Atrevámonos a iniciar la aventura junto a una Ana Karenina o a una Madame Bovary, y pasadas las primeras páginas nos daremos cuenta de que nos estamos entreteniendo a morir y no soltaremos el libro hasta la última de las cuatrocientas páginas. Entonces llegaremos quizás a coincidir con Proust, quien decía: “Es probable que los días más plenamente vividos de nuestra existencia sean aquellos en que creímos dejar de vivir: los pasados con un libro en las manos”.
Sólo si llegamos a gozar de verdad con la lectura, seremos capaces de comunicar con fuerza a nuestros hijos, alumnos y amigos el entusiasmo por leer. Y con ello les estaremos entregando mucho más que técnicas de conocimiento o cultura, porque como dice el escritor ruso Nabokov: “El encantamiento que produce un buen libro no llena un vacío emocional ni intelectual, sino que llena el alma”.
Artículo puesto en línea en abril de 2000.