Ilustración de Fernando Marco para la primera edición de
  • Ilustración de Fernando Marco para la primera edición de "Platero y yo", de Juan Ramón Jiménez.

Platero revisitado: una fábula nacida por azar

Joaquí­n Badajoz

En 1918, en la que serí­a la edición completa de Platero y yo, Juan Ramón Jiménez, inserta un prologuillo, en el que explica, "suele creerse que yo escribí­ Platero y yo para los niños, que es un libro de niños. No. En 1913, Ediciones de la Lectura, que sabí­a que yo estaba con este libro, me pidió que adelantase un conjunto de sus páginas más idí­licas para su Biblioteca Juventud". En ese prólogo de la edición prí­ncipe, que cumplió en 2014 su primer centenario, y en la que fueron publicados sesenta y tres de los ciento treinta y ocho capí­tulos de los que consta la obra, el Nobel andaluz ”una región tan rica cultural y lí­ricamente que dos de los seis premios Nobel de Literatura españoles son andaluces ”, advierte "a los hombres que lean este libro para niños : "( ¦) Este breve libro, en donde la alegrí­a y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para... ¡qué sé yo para quién!... Para quien escribimos los poetas lí­ricos... Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma . Añadiendo rotundo un párrafo después: "Yo nunca he escrito ni escribiré nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurren".

Cuando uno vuelve a Platero y yo a la vuelta de dos décadas, tres décadas y media, descubre que efectivamente no es un libro para niños, que no fue escrito de esa forma ni nada indica que es otra cosa que una estampa rural al estilo modernista: la estación de una obra ambiciosa y mayor: su elegí­a andaluza, quizás motivado por antecedentes como El Paí­s Vasco, de Pí­o Baroja, o las Estampas castellanas, de Azorí­n. Uno inmediatamente confirma que Juan Ramón, como Darí­o, o mejor aún, como el Martí­ de La Edad de Oro, no puede rebajar ni una onza a su estrato lí­rico; ambos autores como dos campanas que se cruzan: uno escribe para los niños una obra que pueden disfrutar los hombres "sin alterar ni una coma", mientras el otro pulsa la lira y los motivos y la ternura son los que la hacen inteligible para todos.  

He revisitado Platero y yo en una ráfaga, como hago con esos libros con los que no guardo ninguna afinidad estética, pero que puedo recordar apelando a la memoria emocional. Como Benjamin Button viajo en reversa para reconstruir aquel estado mental, intentando echar a un lado lo que hoy sé del atribulado viacrucis juanramoniano, y que puede describirse en tres palabras intensas marcadas en su cuerpo con tenazas de herrero: libros, romances y hospitales. Un ser frágil mental y fí­sicamente que paradójicamente produjo algunas de las páginas lí­ricas más altas de la literatura española. En aquella época infantil, por supuesto, no tení­a la más mí­nima idea de que el hombre de barba cerrada que cabalgaba en borrico con la gravedad de un maestro rural no se habí­a graduado de nada.

Juan Ramón es un personaje complejo que viví­a atizando y apagando un infierno: dos veces renuncia al nombramiento de académico de la RAE, se le atribuyen amores con monjas y enfermeras en los sanatorios mentales en los que estuvo internado intermitentemente durante parte de su juventud ”y casi toda su vida ”, y hasta fue ví­ctima de uno de los primeros romances catfish de los que se tengan noticia, cuando un grupo de jóvenes peruanos, tras la publicación de su libro Arias tristes fabrican la identidad de la falsa admiradora Georgina Hübner, con la que el poeta se involucra en un romance tórrido y divertido ”al menos para los bromistas ”, y que inspiró el poema -Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima , publicado en su libro Laberinto. Por su amor, y en una nota más trágica, también se suicida en un hotelito de Las Rozas, en las afueras de Madrid, la joven escultora Marga Gil Roí«sset, dejando cartas y un diario a Juan Ramón y Zenobia, a quien le habí­a esculpido un busto.  

Pero toda esta existencia turbulenta y sus constantes recaí­das emocionales quedan opacadas por la tradicional imagen del poeta junto a Zenobia Camprubí­ ”de los Camprubí­ dueños de La Prensa, uno de los primeros diarios hispanos de New York, que aún se sigue publicando, propiedad de ImpreMedia ”, que se convertirá en su apoyo y su musa durante casi medio siglo, y a la que se debemos ese poemario bisagra que es Diario de un poeta recién casado (1916), publicado por la Editorial Calleja, de Madrid, en 1917; y sospecho haya sido un poderoso acicate para su exilio americano, que con propiedad puede reducirse a cuatro ciudades: La Habana, Coral Gables, Washington y Santurce. Hasta en ese periplo, que parecerí­a cubano, se nos adelantó el bardo andaluz.

Pasando por alto ese viacrucis, como decí­a, que he resumido en tres trazos, olvidando para recordar, el niño que fui recorre las páginas de Platero y yo con los dedos, para regresar una y otra vez a la ilustración del poeta y su borrico. Hay algo de Cristo nazareno en esa imagen del poeta cabalgando a Platero en su viaje de Moguer a Fuentepiña. El niño idealiza, y al idealizar traza paralelos, y lo ubica entre Cristo y Sancho Panza, entre lo real y lo mí­tico: los únicos tres seres capaces de cabalgar jumentos sin hacer completamente el ridí­culo. En el imaginario de un niño citadino, de un alma urbana aunque sea de ciudad casi rural, habí­a algo extraño, inadecuado, antiheroico, condenado de antemano a la tragedia, en la idea de usar una cabalgadura "menor" antes de que apareciera Platero. Quizás condicionado por la circunstancia, poco menos que humillante, de que en vez de un caballo me ensillaran un borrico cuando viajaba en verano a la finca de mis abuelos, como si un niño de ciudad fuera incapaz de dominar un potro. Sin embargo, Juan Ramón, en medio de esa arquetí­pica divina trinidad de mi infancia, se salvaba a fuerza de ternura, a golpe de estocadas lí­ricas como esta, tan relucientes a veces como parábolas:

"Platero acaba de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral, y volví­a a la cuadra, lento y distraí­do entre los altos girasoles. Yo le aguardaba en la puerta, echado en quicio de cal y envuelto en la tibia fragancia de heliotropos".

La obra que celebramos hoy, a la que Zenobia llamaba "el cuento del burrito", es de cierta forma nuestro El Principito, aun cuando su impacto universal no haya sido tan grande en otras lenguas, ni su estilo de escritura se parezca, pero cuesta pensar en otra obra infantil iberoamericana que haya tenido un impacto mayor, siendo desde esa edición de 1914 uno de los libros más publicados, con decenas de versiones y adaptaciones, hasta la estupenda del poeta José Hierro para teatro en febrero de 1977. Y es también, paradójicamente, como otros libros que han alcanzado el olimpo de la literatura infantil sin ser escritos con ese objetivo, un extraordinario producto del azar, con el que Juan Ramón Jiménez estuvo bastante descontento, tanto con su edición que consideraba descuidada, como con los textos, escritos a los 24 años, algunos en poco menos de diez minutos.

Lo cierto es que Platero y yo, esa historia lí­rica "que no fue escrita para los niños , quedará como una de las obras mayores de un autor prolí­fico como pocos, que sufrió toda su vida torcidos juegos del destino, algunos macabros como ganar el Nobel un 25 de octubre de 1956, tres dí­as antes de la muerte de su amada Zenobia, y otros reconfortantes, tan envidiables para un autor, como crear una obra maestra de la literatura infantil sin siquiera intentarlo.

The Roads, octubre 31 i 2014